Libros Tito Carlos

jueves, 22 de octubre de 2009

Final de Verano. Principio de Otoño.




Llegó el final de aquel verano y Ana tuvo que irse. La noche anterior estuvo en brazos de Andrés, jadeando y susurrándole palabras de amor al oído mientras se entregaban febrilmente el uno al otro cobijados por la oscuridad de la noche en la ladera del río. Era la primera vez que se mostraban desnudos el uno al otro y las manos y bocas no paraban de registrar cada rincón del cuerpo de la persona amada. Una erupción final acabó entrelazando aún más fuertemente los sudados cuerpos, y tras un largo y sentido beso las lágrimas de ambos se mezclaron en sus mejillas. “Prometo que volveré a por ti”, dijo Ana entrecortadamente.

Andrés miró por la ventana a la mañana siguiente, y no se apartó de ella hasta comprobar que un coche azul cielo se perdía por la carretera en el horizonte. Tenía la certeza de que no volvería a verla, pero mantenía en su mente el recuerdo de la suavidad de su piel, el olor de su pelo, los jadeos en su oído, el sabor de sus lágrimas…; sensaciones que sabía no volvería a tener.

La familia Ruiz, a la que pertenecía Ana, cambiaría de ciudad, y este pueblo estaría demasiado lejos como segunda residencia de verano. Abandonaron el alquiler de la casa, lo que dejaba claro que no volverían por allí. Andrés trataba de asumirlo, pero los recuerdos le abordaban cada vez que pasaba por el río, por la puerta de la casa, por la carretera, por los múltiples rincones en que se escondían para besarse y acariciarse; ella estaba presente en todo lugar con su sonrisa, con su mirada cómplice, con sus amables palabras.

Cada mañana perdía un momento mirando por la ventana. En invierno, aún en la oscuridad, mantenía la mirada hacia el infinito durante unos segundos, pero según pasaban los días y la luz dejaba entrever los campos primero, iluminarlos después, Andrés aguantaba unos minutos con la vista clavada en el horizonte. Mantuvo esa costumbre aún después de la boda, ya que no quiso cambiar de habitación a pesar de las mejoras realizadas en su caserón a tal efecto, pero no fue lo único que quiso mantener.

Han pasado los años; sus veiteañeros hijos le dan los primeros nietos, lo que le hace ser un joven abuelo, pero no siente que el tiempo pase. La familia se ocupa de gestionar sus tierras, y mientras el clima lo permita, cada tarde otoñal pasea hasta la primera curva, a la salida del pueblo, y se sienta a contemplar la larga recta por la que Ana se alejó para siempre. A la llegada del buen tiempo, se sienta en la ladera del río y acaricia la hierba mientras balbucea unas palabras a la vez que una lágrima rebosa por uno de sus párpados.

Una tarde, a principios del otoño, Andrés contempla la carretera desde el sitio habitual junto a uno de sus nietos que se entretiene lanzando piedras al valle. Pasan coches, motoristas y autobuses de vez en cuando, pero esta vez uno de los automóviles se para ante él y se baja una ventanilla trasera. No median palabras entre ellos, solo hay unos segundos en que los ojos recobran brillo, y Andrés se incorpora. Se acerca al coche y pide a su nieto, sin mirarle siquiera, que vaya a casa rápidamente e informe a su padre que el abuelo se ha ido.


domingo, 18 de octubre de 2009

Las noches del parque.


Me gustaba charlar con Adriano; procuraba hacerlo todas las noches. No era muy tarde, algo más de media noche, y casi siempre sucedía todo de la misma forma. Regresaba del bar paseando por el parque que hay junto a la carretera de Villalba a Alpedrete; me sentaba en el último banco y me preparaba un cigarrillo de hierba que se sumaría a la embriaguez del vino. Cerraba los ojos y me concentraba en un balanceo suave, apenas imperceptible, y disfrutaba de mi ingravidez y de la saludable brisa serrana por unos segundos.


- Noche perfecta

La primera vez me asustó. ¿Cómo hacía para no presentir nunca su llegada? Abría los ojos y le sonreía. Le ofrecí un cigarro y me dijo que llevaba años sin fumar, que ya no se llevaba nada a la boca.

- Algún día lo dejarás tu también – me dijo.

Adriano parece mayor que yo, no demasiado, pero su corazón está marcado por experiencias y aventuras que le han dado forma a las expresiones de su cara; facciones duras y mirada relajada, como si estuviera resignado con su suerte. Siempre iba vestido igual, con traje de chaqueta oscuro, corbata negra y cabeza despeinada, lo que le hacía aún mayor. Es probable que, como yo, viviera solo, y a su vuelta del trabajo se relajara en algún bar, y coincidíamos a la vuelta a casa en aquel parque.

Hablábamos de temas muy generales pero dejando entrever la existencia en nuestro interior de amargos recuerdos por malas o buenas experiencias. Conocíamos nuestros nombres, pero nada más, y todo funcionaba muy bien. Debíamos entender ambos que nuestra relación estaba en un estado perfecto, viéndonos tan solo unos minutos al día, y sin hacernos más preguntas. En el primer silencio, tras la conversación, de nuevo caía en un sueño suave; duraba un par de minutos, pero cuando abría los ojos, Adriano se había ido.

Reanudaba el camino a casa por las oscuras calles de la zona, veía un rato la televisión o me sumergía en las páginas de un libro, hasta que los párpados caían pesadamente manteniendo mis ojos cerrados durante horas.
Algunas noches yo no pasaba por el parque. El trabajo me tenía demasiado entretenido y prefería cenar en casa. Otras noches mi embriaguez se encontraba unos puntos por encima de lo natural en mí y el sueño en el parque se prolongaba más de lo habitual. Al despertar, no estaba Adriano, y no sabía si se había ausentado o si respetó mi sueño en silencio. En cualquier caso no nos lo reprochábamos; reanudábamos la charla a la noche siguiente como si no hubiera habido interrupción.

- Hay noches – le dije en una ocasión – que conozco a alguna mujer. Me encuentro bien con ella mientras tomamos unos vinos; nos divertimos y prometemos vernos otra vez, pero si nos volvemos a ver procuro evitarla.
- Te entiendo. - me contestó – Yo también estuve enamorado y tuve una relación apasionada. El resto de las posibles relaciones serían forzadas.


Es en esos momentos cuando aparecen más nítidos los recuerdos; cierro los ojos y los saboreo con un poco de amargura, y Adriano se va en silencio. Es posible que le ocurra lo mismo; no tuve tiempo de observarle esta vez.

Recuerdo que hablamos de familia, mujeres, hijos, amistades, comidas, bebidas…, cosas de la vida. A veces la corta conversación era jocosa, otras nos entristecía, y todas me enriquecían; me hacían llegar a casa con la sensación de haber obtenido algo positivo de ese día. Pero nada bueno dura eternamente.

Tuve que trasladarme de localidad. Cambié de trabajo, de horario y el paseo nocturno desapareció. Pero cada noche, en mi butacón, durante el relax de mi cigarrillo, recordaba mis charlas con Adriano en aquel banco del parque junto al cementerio de Villalba.



viernes, 2 de octubre de 2009

Un instante



¿Por qué nada se mueve? Yo mismo no puedo moverme; ni siquiera parpadear. Tengo los ojos abiertos y no siento nada, ni siquiera se cual es exactamente la postura de mi cuerpo aunque debo estar tumbado. Veo mi brazo y mi mano cerca de mi cara, y entre los dedos esa mujer tan asustada con el gesto de un grito que no oigo y que… no se mueve, no se mueve a pesar de la posición de sus cabellos separados de la cara por el viento o por su propio movimiento. Pero ¿Qué hago yo aquí?

Debo recordar. Hoy he desayunado en casa; mi pobre madre lo tiene preparado cada mañana y a veces solo puedo consumir la mitad de lo que me ofrece; le digo que tengo prisa, pero en realidad es que no tengo tanto apetito a esas horas. La doy un beso y me despido de ella hasta la noche siguiente; pasaré el fin de semana con Juana en la casa de la sierra.

Ahora veo una mota de polvo, o quizá sea polen, suspendido en el aire y totalmente quieto. Las copas de los árboles están inclinadas apuntando todas en la misma dirección; es decir, hay viento, pero nada se mueve. El aspecto de la mujer es de parálisis absoluta; me mira horrorizada y no cierra la boca en un grito permanente que no percibo.

Nada más salir del portal de mi casa llega Juana en su coche. No me deja conducir; nunca lo hace, pero le insisto cada vez que me acomodo en el asiento de acompañante. Venía nerviosa por la hora a pesar de no haber quedado con nadie, y ni siquiera me da un beso como saludo. Generalmente solo quiere que nos besemos cuando estamos solos o mientras vemos la puesta de sol desde el mirador de la casa. Pensé que hoy tendría que esperar hasta la noche.

Un pájaro está a punto de posarse sobre una rama, y su imagen está congelada justo en ese momento, todavía con las alas sin plegar y con la vista fija en el punto en que va a posarse. ¿Qué está sucediendo? ¿Se ha parado el tiempo? La nubecilla de polen sigue ahí, quieta, el pájaro congelado aún en el aire a unos milímetros de la rama, la mujer horrorizada sigue en su posición sin dejar de mirarme… ¿estará ella pensando como lo hago yo?

Procuro no hablar con Juana para no discutir mientras conduce; a veces suelta el volante, gesticula con sus manos exageradamente y mira demasiado tiempo hacia el acompañante. No puedo decirla nada en esos momentos, pero procuro advertírselo más tarde. Hoy no ha hablado demasiado pero estaba muy nerviosa y despotricaba de todo aquel que se cruzara en su camino, un taxi, un autobús, una abuelita que tarda en cruzar… así hasta salir de la ciudad. Tal y como ha sucedido otras veces.

Si; se ha parado el tiempo. Si el tiempo se para, se para todo lo demás. La velocidad es el espacio recorrido en un tiempo determinado; sin tiempo, no hay movimiento. Por eso no puedo moverme; la quietud absoluta es esto. Y por eso no siento nada; no sé ni en qué postura me encuentro ya que no siento la presión de mi cuerpo sobre ninguna superficie; como un estado de ingravidez. Pero, ¿Por qué se ha detenido el tiempo? ¿Existimos sin esa cuarta dimensión?

Juana iba muy acelerada, demasiado, pero no le decía nada. El ruido de los neumáticos en las curvas debía haberle hecho recapacitar, pero hasta ahora nunca había sucedido nada. Hasta ahora. Subiendo el puerto a esa velocidad no podía haber reaccionado con ese camión tan lento, prácticamente parado a la salida de la curva… Ha sido eso; un accidente… recuerdo salir disparado atravesando el parabrisas; mucho dolor y después nada…

Por el peinado y la camisa a cuadros esta mujer era la conductora del camión; o su acompañante. La pobre no tiene culpa de nada pero está muy asustada; ahí sigue paralizada, como el polen y el pajarillo. ¿Qué me ha sucedido? Supongo que puedo pensar porque la velocidad del pensamiento es superior a la de la luz; o no hay forma de medirla ya que es independiente del espacio y del tiempo y todo lo que estoy pensando lo hago en un instante tan pequeño que no hay unidad temporal para su medida… Un instante; un punto en la línea del tiempo.

Quizá es este el último instante de mi vida y por eso mi mano, los árboles, el pajarillo, el polen, la mujer asustada… están desapareciendo, difuminándose, sumiéndose en una claridad indicativa de la proximidad de la nada…

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Nota: Narración presentada en Autores Reunidos para el tema 'Parar el tiempo'

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