Las tres mujeres, ya maduras pero aún no ancianas, se encuentran sentadas en un banco de la plaza. Casi todos los bancos están sombreados por los frondosos castaños de indias que se plantaron hace tiempo, pero son tantos los inmigrantes y ancianos que buscan descanso, que a diario Juana, al regresar de sus compras, ocupa uno de ellos con sus bolsas junto a ella hasta que llegan sus amigas.
La plaza la atraviesa mucha gente; el tráfico humano es considerable debido a la cantidad de tiendas y oficinas que la circundan y a la parada del autobús que lleva al centro de la ciudad, pero muchas de esas personas son conocidas por ser vecinos de la zona y deben pasar por allí para ir al mercado o a pasear a los perros. Cada persona conocida tiene sus leyendas urbanas; los asiduos a los programas de televisión rosas o de cotilleo han llevado esa filosofía a la calle, haciendo que Margarita, la del quinto del número 9, está liada con Anselmo, el del cuarto del número 7, porque sacan a los perros a la misma hora y charlan mientras dan la vuelta a la manzana. Si, si, lo han visto más de una vez. Y la pobre María, mujer de Anselmo, que no sabe nada. Y el marido de Margarita, claro, como nunca se les ve juntos, y la debe hacer poco caso, un día se va a enterar y alguien va a salir en los papeles.
Juana lleva viuda una década y no echa de menos a su marido; al menos eso dice, pero por el qué dirán va al cementerio una vez al año, y cuenta que al acostarse reza sus oraciones ante un crucifijo y la foto de su difunto, siendo su oración favorita: “Tu a tu tumba, yo a mi cama. Que te den por culo, hasta mañana.” Antonia, en cambio, con tan solo un lustro de viudedad, sí le echa de menos; siempre estuvo enamorada de él y espera encontrarle cuanto antes en el “Paraíso del Señor”; también reza sus oraciones, pero con mucha convicción, y siempre pidiendo a Dios que la lleve junto a su querido marido en la mayor brevedad posible. Luisa es la única de las tres que aún está casada con un hombre al que al parecer soporta porque de algo hay que vivir, y también reza sus oraciones; le pide a Dios que por lo menos la dé una década de viudedad, que siente muchos deseos de vivir la vida con, al menos, algo de intensidad.
A veces el destino juega malas pasadas. Los destinos de estas mujeres no se cruzaron; digamos que coincidieron casi en el tiempo. Todas estas cosas que voy a narrar sucedieron en una semana; los acontecimientos se desbocaron a una velocidad difícil de narrar, pero hay que intentarlo. Vamos a ello.
El día que Juana colocaba de mala gana un ramo de claveles en la tumba de su marido, se torció el tobillo y tuvo que ser atendida por el viudo de una tumba cercana que casualmente era un médico traumatólogo enviudado de una mujer de la alta sociedad, que acudía al cementerio con la misma fe que ella. La trasladó en su coche a urgencias y mostró su condición para atenderla personalmente. A pesar del dolor, esas caricias en su tobillo la llevaron al paraíso más terrenal que nos podamos imaginar. Lo mismo para el voluntarioso médico, al que la tierna mirada de Juana hizo multiplicar por diez el número de pulsaciones.
Esa misma mañana muere atropellado el marido de Luisa. Un caso de mala suerte, ya que fue un pequeño golpe lo justo para desequilibrarse y dar con la cabeza en el parachoques de un coche aparcado. Se rompió el cuello y murió de inmediato. Al llegar al hospital al que llevaron al accidentado, le recibió un hombre elegante, causante del atropello y con el ánimo por los suelos. No paraba de solicitar perdón y acabó siendo ella la que, muy solícita, trataba de calmarlo a él colocando su cara en el pecho y acariciándole la nuca con suavidad y cariño susurrándole palabras dulces.
Ese respeto llamado luto duró la semana transcurrida desde el óbito al funeral. Al día siguiente Juana y Luisa aparecieron maquilladas, con coloridos vestidos que mostraban su voluptuosidad; estaban radiantes, felices, y se contaban entre risas nerviosas sus nuevas adquisiciones amorosas ante la escandalizada Antonia, que no salía de su asombro. La alegría de sus amigas no cuadraba con la dignidad y decoro que debieran guardar las mujeres en su condición, y para colmo la incitaron a que buscara una aventura que la hiciera revivir, que no era bueno estar muerta en vida.
Cuando Antonia fue tentada por Luisa y Juana, quienes se regodeaban con cómo sería su vida con un hombre alto, guapo, y que de su edad tendría dinero y le trataría como una reina, y calentaría la cama…., comenzó a sudar. Era un sudor frío que la descomponía, y sin mediar palabra se levantó del banco y se dirigió a su portal. No paraba de pensar en lo que le contaron sus amigas y cada vez le costaba más trabajo respirar; era la escena de sus pecaminosas amigas haciéndole imaginar situaciones que desde que conoció a su marido no había tenido necesidad de imaginarse. La respiración era cada vez más costosa y ruidosa, y se sentó en un escalón entre descansillos. Mientras oía que alguien se acercaba, cayó desmayada.
Una cara angelical le daba la bienvenida y le advertía que a su alrededor estaban los suyos, todos aquellos que la acompañaron en vida y que merecían estar allí. Se lo imaginaba de otra forma, pero efectivamente vio a su madre bailando alegre ante la hilaridad de un corrillo de almas; pero apenas la saludó y siguió bailando. Su padre hablaba con unos muchachos jóvenes que le escuchaban con admiración, e hizo lo mismo; le saludó con una sonrisa y siguió la charla. Le sorprendía pero no le importaba, ya que sólo quería encontrar a su amado, y también lo vio.
Estaba rodeado de mujeres en una alegre conservación en la que de vez una de ellas se le acercaba con una descarada insinuación, pero ella fue directa hacia él con gritos de alegría por haberle encontrado, por fin juntos la eternidad. El hombre la detuvo colocándole la mano en el pecho y apartándole de nuevo, mientras con una sonrisa dijo: “El contrato era hasta que la muerte nos separe.”
De nuevo cayó en una honda contradicción interior al ver que las cosas no son como ella creía; cerró los ojos al sentir una fuerte presión en el corazón y al abrirlos estaba aún en la escalera con el vecino de al lado, el amable y guapo Raúl, apodado el ‘solitario’ por su acostumbrada soltería que la llamaba a gritos dándole tortitas en la cara. “Hola Raúl. Llévame a casa- dijo – te invito a un café.”
Desde entonces las tres radiantes viudas se reúnen una vez por semana en su banco para contarse lo acontecido en sus nuevas vidas, sus descubrimientos y sus nuevos quehaceres; incluso piensan en compartir nuevas experiencias.
La plaza la atraviesa mucha gente; el tráfico humano es considerable debido a la cantidad de tiendas y oficinas que la circundan y a la parada del autobús que lleva al centro de la ciudad, pero muchas de esas personas son conocidas por ser vecinos de la zona y deben pasar por allí para ir al mercado o a pasear a los perros. Cada persona conocida tiene sus leyendas urbanas; los asiduos a los programas de televisión rosas o de cotilleo han llevado esa filosofía a la calle, haciendo que Margarita, la del quinto del número 9, está liada con Anselmo, el del cuarto del número 7, porque sacan a los perros a la misma hora y charlan mientras dan la vuelta a la manzana. Si, si, lo han visto más de una vez. Y la pobre María, mujer de Anselmo, que no sabe nada. Y el marido de Margarita, claro, como nunca se les ve juntos, y la debe hacer poco caso, un día se va a enterar y alguien va a salir en los papeles.
Juana lleva viuda una década y no echa de menos a su marido; al menos eso dice, pero por el qué dirán va al cementerio una vez al año, y cuenta que al acostarse reza sus oraciones ante un crucifijo y la foto de su difunto, siendo su oración favorita: “Tu a tu tumba, yo a mi cama. Que te den por culo, hasta mañana.” Antonia, en cambio, con tan solo un lustro de viudedad, sí le echa de menos; siempre estuvo enamorada de él y espera encontrarle cuanto antes en el “Paraíso del Señor”; también reza sus oraciones, pero con mucha convicción, y siempre pidiendo a Dios que la lleve junto a su querido marido en la mayor brevedad posible. Luisa es la única de las tres que aún está casada con un hombre al que al parecer soporta porque de algo hay que vivir, y también reza sus oraciones; le pide a Dios que por lo menos la dé una década de viudedad, que siente muchos deseos de vivir la vida con, al menos, algo de intensidad.
A veces el destino juega malas pasadas. Los destinos de estas mujeres no se cruzaron; digamos que coincidieron casi en el tiempo. Todas estas cosas que voy a narrar sucedieron en una semana; los acontecimientos se desbocaron a una velocidad difícil de narrar, pero hay que intentarlo. Vamos a ello.
El día que Juana colocaba de mala gana un ramo de claveles en la tumba de su marido, se torció el tobillo y tuvo que ser atendida por el viudo de una tumba cercana que casualmente era un médico traumatólogo enviudado de una mujer de la alta sociedad, que acudía al cementerio con la misma fe que ella. La trasladó en su coche a urgencias y mostró su condición para atenderla personalmente. A pesar del dolor, esas caricias en su tobillo la llevaron al paraíso más terrenal que nos podamos imaginar. Lo mismo para el voluntarioso médico, al que la tierna mirada de Juana hizo multiplicar por diez el número de pulsaciones.
Esa misma mañana muere atropellado el marido de Luisa. Un caso de mala suerte, ya que fue un pequeño golpe lo justo para desequilibrarse y dar con la cabeza en el parachoques de un coche aparcado. Se rompió el cuello y murió de inmediato. Al llegar al hospital al que llevaron al accidentado, le recibió un hombre elegante, causante del atropello y con el ánimo por los suelos. No paraba de solicitar perdón y acabó siendo ella la que, muy solícita, trataba de calmarlo a él colocando su cara en el pecho y acariciándole la nuca con suavidad y cariño susurrándole palabras dulces.
Ese respeto llamado luto duró la semana transcurrida desde el óbito al funeral. Al día siguiente Juana y Luisa aparecieron maquilladas, con coloridos vestidos que mostraban su voluptuosidad; estaban radiantes, felices, y se contaban entre risas nerviosas sus nuevas adquisiciones amorosas ante la escandalizada Antonia, que no salía de su asombro. La alegría de sus amigas no cuadraba con la dignidad y decoro que debieran guardar las mujeres en su condición, y para colmo la incitaron a que buscara una aventura que la hiciera revivir, que no era bueno estar muerta en vida.
Cuando Antonia fue tentada por Luisa y Juana, quienes se regodeaban con cómo sería su vida con un hombre alto, guapo, y que de su edad tendría dinero y le trataría como una reina, y calentaría la cama…., comenzó a sudar. Era un sudor frío que la descomponía, y sin mediar palabra se levantó del banco y se dirigió a su portal. No paraba de pensar en lo que le contaron sus amigas y cada vez le costaba más trabajo respirar; era la escena de sus pecaminosas amigas haciéndole imaginar situaciones que desde que conoció a su marido no había tenido necesidad de imaginarse. La respiración era cada vez más costosa y ruidosa, y se sentó en un escalón entre descansillos. Mientras oía que alguien se acercaba, cayó desmayada.
Una cara angelical le daba la bienvenida y le advertía que a su alrededor estaban los suyos, todos aquellos que la acompañaron en vida y que merecían estar allí. Se lo imaginaba de otra forma, pero efectivamente vio a su madre bailando alegre ante la hilaridad de un corrillo de almas; pero apenas la saludó y siguió bailando. Su padre hablaba con unos muchachos jóvenes que le escuchaban con admiración, e hizo lo mismo; le saludó con una sonrisa y siguió la charla. Le sorprendía pero no le importaba, ya que sólo quería encontrar a su amado, y también lo vio.
Estaba rodeado de mujeres en una alegre conservación en la que de vez una de ellas se le acercaba con una descarada insinuación, pero ella fue directa hacia él con gritos de alegría por haberle encontrado, por fin juntos la eternidad. El hombre la detuvo colocándole la mano en el pecho y apartándole de nuevo, mientras con una sonrisa dijo: “El contrato era hasta que la muerte nos separe.”
De nuevo cayó en una honda contradicción interior al ver que las cosas no son como ella creía; cerró los ojos al sentir una fuerte presión en el corazón y al abrirlos estaba aún en la escalera con el vecino de al lado, el amable y guapo Raúl, apodado el ‘solitario’ por su acostumbrada soltería que la llamaba a gritos dándole tortitas en la cara. “Hola Raúl. Llévame a casa- dijo – te invito a un café.”
Desde entonces las tres radiantes viudas se reúnen una vez por semana en su banco para contarse lo acontecido en sus nuevas vidas, sus descubrimientos y sus nuevos quehaceres; incluso piensan en compartir nuevas experiencias.
NOTA: Las pinturas son de Raquel Tello.
_