Libros Tito Carlos

miércoles, 22 de julio de 2009

Barcelona 1492



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El 7 de Diciembre de 1492 el Rey Fernando se encuentra, como cada viernes, en la sala de su Palacio Mayor de Barcelona escuchando las súplicas y lamentaciones de los pobres miserables a los que deja entrar en Palacio. Se deja ver piadoso con ellos, pues lleva años escuchando rumores sobre su forma de reinar junto a su esposa Isabel, en que su mano dura apenas es suavizada por la reina.

Lleva a rajatabla el ayuno matutino de los viernes, por lo que en ese día de la semana paraliza toda actividad física e intelectual si no está en campaña, y decide dedicarlo a esta actividad, a la vista piadosa y descansada, ya que lo hace sentado en el trono de la sala. Muestra su piedad con suma paciencia con la intención de ganarse al pueblo y acallar a los críticos que le acusan de traidor por no cumplir sus promesas en las rendiciones de ciudades sitiadas, gracias a las cuales consigue la unidad peninsular.

Lleva cerca de veinte años discutiendo con la familia de la esposa, con aquellos que creen que la reina debió haber sido Juana, la Beltraneja, y que les hubiera agradado más la unión de Castilla con Portugal a través de su casamiento con Alfonso V, el Africano. Aquella pretensión fue la causa de la guerra civil, pero allí aprendió a dominar la política y la guerra, ganándola en Toro y consiguiendo la corregencia en Castilla. Desde entonces, su disimulada afinidad con el pueblo es el arma más potente contra aquellos que no le quieren. Ahora, tras la conquista de Granada en Enero, rumorean que no cumplirá la promesa hecha por Isabel de garantizar el derecho a la libertad religiosa tras la capitulación del reino de Granada, ya que expulsó a los judíos en Julio de ese año. Efectivamente, no piensa cumplirlo, y solo espera el apoyo popular suficiente para decretar la uniformidad religiosa y llevar a los moriscos a la conversión forzosa.

Ese día repartió justicia pacientemente hasta el mediodía, momento en que decidió retirarse para comer y, como siempre, se despide con promesas a sus súbditos. El pueblo le recibe a la salida del palacio, y bajando las escaleras de la Real Capilla de Santa Águeda que da a la Plaza del Rey se acerca al monarca un hombre a grandes pasos, y al estar a su altura saca de bajo su capa una espada corta y ancha, sumamente afilada, y da un espadazo al Rey en el cuello. Quizá por los nervios del asesino el golpe no fue certero y al intentar asestar un segundo golpe varios de los miembros del pueblo que allí se encontraban lo redujeron, y lo habrían matado si no fuera por el “No le matéis” que logró gritar el Rey.


Le llevaron a los aposentos donde paraba el Rey Don Juan, su padre, y acudieron todos los físicos y cirujanos de la ciudad, llegando cuando el Rey sufrió un desmayo, temiéndose lo peor, pero analizada la herida y viendo que no era mortal, al no tocar la vena vital, decidieron coser la herida con siete puntos y recomendaron a su majestad descanso por bastantes días.

Durante esas horas, el pueblo se agolpaba en las puertas de palacio gritando “¡Viva el Rey!” y deseosos de noticias sobre la salud de su amado regente. Allí pudo verse la llegada de Isabel, su Reina, pálida y llorosa por lo triste del acontecimiento y aún sin saber el resultado final. Dicen las crónicas que ni en Roma, a la muerte del Papa, hubo tanto lloro, tumulto ni tristeza.

El atentado fue realizado por un tal Joan Canyamars, que al parecer viajó a Barcelona para realizar el crimen y en la posada en que dormía dicen que hablaba con buen entendimiento y que no parecía loco. No obstante, en sus interrogatorios, declaraba que Dios y el Espíritu Santo se lo mandaron hacer para luego autoproclamarse Rey, y lo repetía incluso mientras le atormentaban. Mas tarde se supo que ya había hecho locuras en su región de origen, ante lo cual el Rey dijo al saberlo que “por amor de Nuestro Señor Dios y de Su Gloriosa Madre Santa María, abogada de los pecadores, le perdonaba” y mandó que lo vistieran.

Pero en el consejo Real se acordó, sin que se enterara el Rey, que aunque fuera un loco, debía morir cruelmente para que “sirviera de ejemplo y constituyese memoria eterna”, según sentenció, en nombre del Rey, el señor Alonso de Caballería, Vicecanciller del Rey.

Colocaron a Joan Canyamars atado desnudo a un palo, a modo de crucifixión, sobre un carro de madera, lo pasearon por la Plaza del Rey, donde le cortaron un puño y medio brazo, después lo llevaron por las calles por donde corre la procesión del Corpus y en una de ellas le sacaron un ojo, en otra calle el otro ojo y el otro puño, en otra el otro brazo y así sucesivamente sin que el criminal rechistara; ni una palabra, ni un grito, ni un lamente, y con gran barullo de niños y jóvenes caminaban alrededor del carro.

Después lo sacaron de la ciudad, apedrearon al cadáver y lo prendieron fuego.
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NOTA: Narración basada en una carta que Pere Miquel Carbonell, archivero real de Barcelona, envió a su compadre Bartomeu de Veri en que narra el atentado que sufrió Fernando el Católico en Barcelona el 7 de Diciembre de 1492. La epístola termina así:

Y puede decirse que en estos días han ocurrido tres milagros seguidos: El uno, que no se nos muriese el Rey; el otro, que no muriera el loco en ese momento, pues de morir ambos enseguida, la gran desventura nuestra hubiese sido no saber nunca la verdad de este caso; y el otro milagro,cómo la ciudad estaba toda conmovida y en armas a punto de alborotarse. Gracias sean dadas a Dios y a su Madre que nos han ayudado, que de nada tenemos culpa; Dios nos ha restaurado a nuestro Rey, cuya bondad y santidad no creo tenga par en este mundo, y plazca a la Santa Trinidad que le quiera perdonar. Amén.

De Barcelona a 8 de Diciembre de 1492


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