Libros Tito Carlos

miércoles, 12 de agosto de 2009

La invasión




- ¡Maldita sea la madre del que diseñó esta invasión!

Nadie pudo oírle. El compañero más cercano a Raúl se encontraba a unos cinco metros y el ruido de las explosiones dificultaba la comunicación hablada. Casi constantemente estaba agazapado, encogido, tapándose los oídos, y esta vez le cayó muy cerca.

Tenían que subir una escarpada cuesta para dinamitar un puesto de ametralladoras muy bien parapetado. Tras el puesto, el enemigo lanzaba granadas sin parar hacia su ángulo muerto impidiendo siquiera pensar cómo avanzar. El valle era muy estrecho, y al otro lado del puesto había una pared natural con altura suficiente como para que no se pudiese recibir ayuda aérea; en definitiva, el puesto tenía una posición inmejorable y controlaba la entrada al valle a la perfección. Al final del valle comenzaba una extensa llanura en la que se estaban desarrollando las primeras batallas entre bombardeos aéreos y armamento pesado. El ejército accedió por el norte con sus tanques y demás material, y previendo un ataque defensivo masivo, alguien decidió que el grueso de infantería, con todo el material de abastecimiento (gasolina, munición, alimentos…) accediera ‘fácilmente’ por los valles del este, ya que parecía imposible un puesto de este tipo en tan escarpada entrada.

La avanzadilla consistía en siete hombres, de los que tan solo uno de ellos portaba lanzagranadas, y fue el primero en caer, rodar cuesta abajo unos metros y quedar en el punto más visible del puesto. El hombre estaba muerto, y no se podía recuperar su arma. Inmediatamente después, sin tiempo para pensar, una granada destroza la radio y la pierna de su portador, que yacía desmayado y sin posibilidad de recibir ayuda. El convoy se encontraba tres kilómetros atrás, parado, esperando una señal para avanzar.

Raúl se preguntaba qué hacia él allí. Desde pequeño huía de las peleas de la forma más cobarde y rastrera posible, lo que a veces daba como resultado una paliza mayor y la vergüenza de mostrar sus lágrimas en público. A los doce años decidió retirar la huida de su estrategia, lo que le daba algo de dignidad, pero su actitud pacífica le señaló como blanco de chanzas y burlas que no pararon hasta su entrada en el ejército; pero se acabaron las palizas.

Se acabaron las palizas entre otras cosas porque Raúl miraba fijamente a los ojos de su futuro agresor y hacía ver que de ese punto no se podía pasar; que a partir de ahí podría responder de forma, quizá, descontrolada. Ahora no se arrepentía de su actitud. La taquilla del cuartel estaba abollada por los golpes que ‘sin querer’ le daba el portador del lanzagranadas. No se perdonaría en estos momentos el haberse enfrentado a él violentamente.

El soldado que llevaba la radio nunca le había gastado una broma, pero recordaba sus sonoras risotadas cuando encontraba su cuchilla de afeitar embadurnada de crema de dientes bajo la cama. Ahora distinguía su respiración y le gustaría ayudarle si pudiera acercarse, pero probablemente moriría.

Dirigió la mirada a Pedro, el peor de todos, el cabecilla de los bromistas de peor gusto, su inspirador. Pedro le hizo un gesto preguntando ‘¿qué hacemos?’ y respondió encogiéndose de hombros y señalando al puesto como diciendo: ‘Habrá que subir’. Los otros tres soldados hicieron un movimiento para reunirse; craso error. Una nueva granada cayó entre los tres haciendo una carnicería y empujando a Pedro a la posición de Raúl que tuvo que esforzarse para no caer con él monte abajo.

Raúl le sujetó fuertemente mientras corrieron por su cabeza las imágenes de sus empujones, zancadillas, bromas en el comedor que le costaron el alimento del día… pero no le guardaba ningún rencor. Le acomodó a su lado y le dijo al oído: ‘Estamos solos’

Entonces Pedro le dio su arma, se hizo un ovillo tras una pequeña roca y comenzó a llorar gritando: ‘¡Vamos a morir y no quiero!, ¡No quiero!’. Raúl quiso entonces callarle la boca para que no mostrase su posición al enemigo, darle un culatazo en la nuca o matarle allí mismo. Empezaba a calentársele la sangre y cuando se levantó para golpear a Pedro les llovió una ráfaga de ametralladora. Sintió el dolor en un brazo pero la rabia subió de golpe y dejó de pensar. Se puso de pie y comenzó a avanzar cuesta arriba mientras disparaba desaforadamente con las dos armas y vio caer un hombre por un lado mientras veía rebotar sus balas en la ventana del puesto. Se deshizo de una de las armas y, sin dejar de avanzar ni de disparar, cogió una granada de su chaleco, arranco la anilla y la lanzó por encima del puesto con la intención de que cayera en la entrada, y antes de que estallara ya había lanzado la segunda por el ventanuco en que asomaba la ametralladora.

Toda la munición acumulada estalló ruidosamente haciéndole tambalear, pero logró alcanzar la entrada del puesto y descargó lo que quedaba de su arma hacia el interior. El viento dispersó rápidamente el humo, y Raúl pudo ver la masacre; no sabía cuántas personas podía haber allí debido a la desmembración de los cuerpos mezclados con sangre y fuego. Sintió nauseas y apartó la mirada, dirigiéndose colina abajo.

Pedro seguía acurrucado, temblando y sollozando, pero no paró ante él; bajó al camino e hizo señas para que le viera el vigía del convoy. Cuando escuchó el ruido de camiones y vio la polvareda, se sentó sobre una roca a esperar. Tenía heridas en los dos brazos, en una pierna y una brecha le tenía ensangrentada media cara. Un soldado se acercó corriendo a tiempo para recogerle desmayado en sus brazos.

Dos semanas más tarde, en el campamento de campaña y con tres mil hombres formados ante él, Raúl se dirigía ayudado de muletas hacia un mando que le iba a condecorar. Mientras éste colgaba la medalla en su pecho, le dijo:

- Soldado, tienes derecho a pedir cualquier cosa que te podamos dar.
- Llévenme a casa – respondió.


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