Libros Tito Carlos

miércoles, 29 de julio de 2009

Julia, o el odio intenso.

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Tanto los miembros de mi familia como mis amistades parecen sorprendidos cada vez que me ven mostrar mi aspecto de la persona más feliz del mundo. Es cierto que tras una temporada de bajón emocional (que me costó enfermedades varias, tras terminar mi relación con Julia), cayó sobre mí un estado de euforia exagerada que llamó la atención, pero todo tiene una explicación que ahora, y solo ahora que la euforia ha desaparecido, puedo dar.

Decidí abandonar todo contacto con Julia por puro aburrimiento; sus creencias sobre todo lo paranormal, sus conclusiones sobre hechos inexplicables, sus reuniones con personajillos afines a esas ideas… todo se me hizo insoportable, y a pesar de que yo estaba encantado admirando sus hermosos ojos y disfrutando de su fantástico cuerpo, al no aportarme nada más decidí despedirme de ella definitivamente una noche a la puerta de su casa, y no entrar en ella como era costumbre.

No la eché nada en cara, tan solo traté de explicarle cómo eran mis sentimientos hacia ella, en los que no había suficiente amor, y la poca afinidad que existía entre sus prioridades y las mías. Era mejor dejarlo. Sus hermosos ojos se llenaron de ira y sus manos apretaron fuertemente el cuello de mi camisa, acercando su cara a la mía. Sus temblorosos labios parecían que iban a abrirse para dejar escapar los más horribles exabruptos contra mi persona, pero sólo dejaban escapar unos hilillos de espumosa saliva por sus comisuras. Tuve que esforzarme para aguantar su mirada mientras lograba zafarme de sus garras; la aparte de mí y me despedí de ella. No hubo lágrimas ni gritos, pero nunca olvidaré esa manifestación de odio repentino.

Aquella mirada y aquellos labios hicieron que olvidara todo sentimiento positivo hacia Julia. A pesar de mi aturdimiento por aquella escena no tuve reparo en buscar un amigo y beber hasta altas horas de la noche para ayudar a retirar definitivamente a Julia de mi cabeza; pero no fue fácil.

Llegué a casa canturreando y casi feliz, pero al mirarme en el espejo descubrí mi camisa desgarrada; tal era la fuerza con que Julia se aferró a ella y tal fue la que tuve que ejercer para que me soltara. Reviví de nuevo la escena y sacudí fuertemente mi cabeza como si así se lograse que determinados pensamientos se desvanezcan. Me quité rápidamente la camisa y me dejé caer en la cama, esperando que la embriaguez me llevara rápidamente a un profundo sueño.

Al día siguiente, acompañado de un fuerte dolor de cabeza, visité a mi madre y la di la noticia. A mi madre le caía bien Julia, por su simpatía y su dulzura, y no servía que la dijese que no era así fuera de sus visitas, que Julia cuidaba mucho las formas ante jefes y clientes, y que en la intimidad la transformación era importante. Al resto de mi familia le era indiferente, y yo lo agradecía, pero mis amigos no entendían como podía haber dejado de esa manera a semejante bombón. Evidentemente nadie conocía a Julia como yo.

Bajó la intensidad del dolor de cabeza, pero dos días después no había desaparecido y este hecho me mantenía cabizbajo, aturdido y sin poder concentrarme en el trabajo. Los amigos y compañeros me daban palmadas en la espalda dándome a entender que el motivo era Julia y que ya se me pasaría, pero tenía muy claro cuál era mi sentimiento hacia Julia, ni amor, ni odio. No quería pensar en ella, pero el entorno me obligaba.

Las pastillas más fuertes no me hacían nada, y para complicar más mi estado, comencé a tener una sensación desagradable en mi estómago, como si una presión externa hiciera contraer sus paredes. Y no quería ir al médico; achacaba este síntoma a la cantidad de fármacos que había consumido esos días, y decidí esperar a que sus efectos desaparecieran. Mi familia también achacaba mi estado a una depresión por la ruptura con Julia, cosa que me desesperaba. No paraba de repetir que no la quería, que no la nombraran, pero eso hacía que se afianzara más esa creencia.

Cabizbajo por el dolor de cabeza y encogido por la desagradable sensación en el estómago, hacía enormes esfuerzos por mantenerme en posición digna, pero mi estado se agravó cuando un tirón muscular repentino en la espalda, bajo el hombro derecho, como si hubiera recibido un disparo, me dejó caído en el sofá en una postura imposible de explicar. Se me saltaban las lágrimas y apenas tuve fuerza mental para colocarme en una postura más racional.

Pensé que era el resultado de andar en posturas forzadas y analicé el camino a seguir: me tumbé en el suelo de espaldas, aunque esta posición no aliviaba mi dolor, pero deduje que ese nuevo dolor se quitaría solo y que aún había que esperar a que desapareciera el mal del estómago; el dolor de cabeza era lo único que consideraba extraño, pero si lograba aislarlo, me resultaría más fácil razonar y buscar solución. Comencé a sudar, no parecía fiebre, pero un calor extremo comenzó a agobiarme. Tenía cerca el teléfono, así que llamé a la oficina; no pensaba aparecer por allí hasta que estuviera totalmente aliviado. Todos mis compañeros y amigos se ofrecieron a ayudar y les rechazaba, y más de uno me recomendaba que llamara a Julia, como si supieran a ciencia cierta el origen y solución de mis males. Cuando mi madre me llamó y me dijo que Julia tenía que estar conmigo, cuidándome, y que no entendía mi empeño en apartarla de mi vida, la colgué bruscamente y me puse a llorar.

Con gran esfuerzo logré llegar al baño para hacer mis necesidades, y observé el puño de la camisa que me rompió Julia con su inexplicable furia y que asomaba entre otras ropas en el cesto de la ropa por lavar. Julia seguía merodeando en mi vida pese a mis esfuerzos, y añadí su nombre a mi lista de males pendientes de solución, pero en ese momento una lucecita en el fondo de mi cabeza iluminó mi inteligencia, y era tal el estado en que me encontraba que decidí hacer lo que fuera con tal de sentir una pizca de alivio entre tanto dolor. No sin dificultad logré vestirme, adoptar una posición casi erguida y salir de casa. El aire fresco apenas me aliviaba, así que no me detuve; me dirigí a casa de Julia.

El camino fue penoso; aunque eran los primeros momentos de la noche, mi estado era tan indigno que no quería correr el riesgo de ser reconocido, y tampoco tenía ánimo para dar explicaciones que ni siquiera yo me iba a creer. Así que recorrí un largo camino por callejones alejados y solares y jardines con poco público que me ayudaban a ampararme en la oscuridad. Hasta que llegué frente al portal de Julia y me acomodé tras un seto desde el que podía espiar un buen rato.

La luz de la habitación de Julia estaba encendida. Desconocía la actividad de Julia a esas horas desde que la dejé, pero suponía que saldría ella sola a dar esos grandes paseos que dábamos juntos hasta unas semanas atrás. A veces caían gotas de sudor sobre mis ojos y me los secaba con la manga de la camisa, pero no quité la vista de su ventana hasta que se apagó aquella luz, momento en que me fijé atentamente en el portal. Efectivamente, Julia salía a pasear; un largo paseo a juzgar por su indumentaria y la botella de agua que colgaba de su brazo en una bolsa de malla. A pesar de todo esperé cinco minutos y salí de mi escondite.

Tanteé el bolsillo de mi pantalón; ahí estaba la colección de llaves entre las que se encontraban las de su casa. Julia podría haber cambiado la cerradura de su casa, pero seguramente no cambió de costumbre y no cerraría la puerta con cerrojo, por lo que también llevaba una vieja tarjeta de crédito con la que podría forzarla. Pero hubo suerte y no hizo falta tanto esfuerzo; la llave abrió sin problemas.

Me sobresalté cuando distinguí una débil luz proveniente del comedor, pero su temblor me hizo pensar en una pequeña llama y no le di más importancia; al contrario, esa pequeña luz me ayudaría una vez que mis ojos se acoplaran a la tenue iluminación. Me asomé al comedor y enseguida encontré lo que temía encontrar. Sobre un pequeño aparador un circulo de diez velas rodeaban un pequeño muñeco de trapo, hecho manualmente, que tenía cosido el trozo de camisa que Julia me arrancó en su extraño ataque de ira, sobre la cabeza se apoyaba un grueso libro y sobre el estómago un pesado cenicero de mesa; por un costado sobresalía la punta de un largo alfiler clavado por la espalda.

Me acerqué agachado para no hacer sombras que se vieran por la ventana, aparté muy despacio algunas velas, tomé el libro y el cenicero, dejándolos suavemente en el suelo y saqué la figura de aquel círculo infernal alejándome hacia el casi oscuro pasillo. Noté como los calores febriles desaparecían y sonreí aliviado observando el grotesco muñeco; extraje la larga aguja que tenía clavada y me sorprendí respirando sin dificultad; los dolores comenzaron a remitir y el estómago ya estaba ausente de malas sensaciones.

La lucidez comenzó a invadir de nuevo mi cerebro; debía marcharme, pero quería vengarme. En la habitación vi sobre la cama una de las camisetas que Julia utilizaba para moverse cómodamente vestida por la casa; era una camiseta vieja, que los años y los múltiples lavados la dejaron sin color pero con la suavidad y textura que la hacían cómoda. Llevaba tanto tiempo poniéndosela, que no podría encontrar otra prenda que fuera más suya; así que con las tijeras de la cocina recorté un trozo tan grande como el muñeco y dejé el resto junto a las velas del comedor. Tomé una hoja de papel en blanco y escribí una nota que dejé en el círculo de velas:

“Julia, me llevo tu vudú-juguete y un trozo de tu ropa habitual. Ha funcionado conmigo, así que funcionará contigo si me lo propongo. No quiero hacerte daño, a pesar de todo, por lo que solo lo utilizaré si sospecho que alguna de mis infelicidades es por tu causa. Te emplazo a procurar que logre ser un hombre feliz.”

A partir de ese momento el bienestar invadió mi cuerpo. Regresé rápidamente a casa y guardé el muñeco envuelto en trapos viejos en el fondo de una caja de herramientas que siempre llevaba en el coche, y comencé a olvidarme de él, de Julia y de todos los males de esas semanas. Recuperé la alegría, la salud, y la euforia era tal, que llamó la atención de mi familia y amigos; hasta el día del accidente en la carretera camino a casa de mi madre.

Lo de menos es la causa del accidente, solo contaré que tras varias vueltas de campana el coche quedó destrozado y volcado a unos treinta metros de la calzada, pero logré salir por mi propio pie, aunque demasiado aturdido, y caí desmayado en el arcén justo antes de incendiarse el automóvil.

Me desperté viendo la lánguida cara de mi madre que me apretaba una mano entre las suyas. Aunque mi mente aún no estaba totalmente despejada pude entender el torbellino de noticias en boca de familia y amigos presentes en ese momento: Solo tenía una rotura leve en una mano, el coche quedó carbonizado y no se pudo salvar nada de él, y Julia cayó desde la ventana de su apartamento justo antes de incendiarse.

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