Libros Tito Carlos

miércoles, 9 de septiembre de 2009

El espía de Cazorla.




La ciudad de Cazorla se encuentra en la frontera del imperio árabe, y el Islam debe hacer todo lo posible por defenderla, ya que es una plaza crucial para los cristianos si quieren llegar a Granada. Llevan muchos años defendiéndola de los continuos ataques cristianos con su potente muralla y la ayuda militar recibida de los castillos de La Yedra y de Las Cinco Esquinas, pero no sería posible sin la ayuda de la población, quien en nombre de Alá sacrifica sus vidas y las de sus familias por la defensa de la religión verdadera.

Para poder mantener ese espíritu en los fieles, una de las decisiones tomadas por los mandatarios islámicos fue enviar un califa de forma casi permanente que mantuviera a la población prevenida y adiestrada, ejerciendo su poder único para interpretar las leyes del Corán, pero Abdul no parece muy conforme con su comportamiento.

Abdul fue un alumno aventajado en la escuela ismaelita y aunque los discursos del califa son excelentes y muy convincentes, sus cotidianas salidas a zona cristiana para, según él, estudiar y vigilar el terreno, no le convencen. No se rodea de los sabios para asesorarse antes de emitir un juicio, sino que lo hace de rudos esbirros que le siguen en sus salidas y con los que se reúne a puerta cerrada. Así que envió un mensaje al Maestro de los ismaelitas, informando del dudoso comportamiento del califa, tal y como se le ordenó al finalizar sus estudios: ejercer siempre la función de vigilancia de que se siguen los mandatos de Alá al pié de la letra, es decir ser espía del Maestro, y recaudar fondos para su orden.

Eso fue meses atrás y no había respuesta alguna. Se retrasó la entrega de la recaudación y no se atrevía a enviar tal cantidad con mensajero, por muy fiel que fuera, y llevaba días dudando si enviar de nuevo el mensaje. Un día, de regreso a su humilde hogar a última hora de la tarde, llamaron a su puerta. Un hombre de larga barba, de estatura mediana y con vestimentas de viajero franqueó la puerta nada más abrirse.

- Abdul, recibimos tu llamada.

Abdul respiró aliviado, ya que por un momento pensó en algún ladrón que le atacaba en su propia casa aprovechando la primera hora de oscuridad. Cerró la puerta con premura y ofreció comida y agua al recién llegado, quien la aceptó amablemente. No quiso dar su nombre y apenas hablaba; solo dijo que llegaría en breve un compañero de viaje, que como él, lo haría entrada la noche para no ser visto. Rezaron las últimas oraciones y durmieron.

A la mañana siguiente, tras las abluciones, el viajero pidió a Abdul que se comportara de la forma habitual para que nadie sospechara que tenía huéspedes; así que visitó el mercado de frutas, la mezquita y a su amigo el fabricante de calzado. Al regresar a su casa, el enigmático viajero estaba relajado, leyendo el Corán sobre un diván.

- Abdul, -dijo- dame algo de comer mientras hablamos.

Compartió con él los pocos manjares de los que disponía, ya que no pudo comprar más para evitar sospechas, y esperó impaciente a que hablara.

- Al parecer, el Maestro ya había recibido sospechas del califa de Cazorla, pero ninguna certeza. Con tu mensaje le hemos espiado de cerca y le hemos informado. El califa tiene contactos con los infieles, probablemente negociando la rendición de Cazorla. Esta noche vendrá de Alamut un mensajero y le pedirá audiencia en nombre del visir Persa.

Abdul quedó contento por haber sido atendidas sus pesquisas por el mismísimo Maestro, y sonrió. En sus oraciones agradeció a Alá su bienaventuranza y siguió ofreciéndose a Él en la lucha por el mantenimiento de la verdad. Y al oscurecer, llegó el segundo viajero, tan polvoriento como el anterior y con un notable equipaje a la espalda.

Era joven, no parecía guerrero de la orden ismaelita del Maestro y apenas hablaba. Saludó a la manera islámica y abrazó sonriente a Abdul. Sus ojos estaban invadidos por la emoción y se le notaba bastante nervioso, pero muy decidido a cumplir su misión con entusiasmo. Comieron, bebieron y rezaron las oraciones.

- Abdul, - dijo el primer visitante, - antes del amanecer mi compañero saldrá de tu casa e irá a la entrada de la ciudad para hacer creer que llega de viaje. Pedirá audiencia al califa y le entregará el mensaje. A partir de mañana cambiarán las cosas; ya lo verás.

Cuando Abdul despertó, el mensajero estaba vestido de gala; ahora sí parecía el mensajero de un gran personaje, con su hermoso turbante y su espada, su faja roja y mocasines dorados. Esta vez se mostraba tranquilo y ya había rezado sus oraciones; tomó unas frutas y bebió agua, y se fundieron los tres en un fuerte abrazo antes de que partiera.

La mañana transcurrió tranquila. Abdul visitó de nuevo a su amigo el fabricante de calzado, quien le informó de la visita de un elegante extranjero al califa, que le recibiría durante la comida, ya que salía de la ciudad con sus esbirros a visitar los campamentos exteriores.

- Era un elegante mensajero, – dijo el amigo – no debía hacerlo esperar.
- Quizá el mensaje no era importante.- Contestó Abdul, quitando importancia.

Al regresar, el primer mensajero aún estaba en su casa, esta vez, impaciente. Abdul le informó que aún el califa no había recibido al mensajero, y que al parecer esperaría a la hora de la comida. Probablemente comerían juntos, como solía hacer el califa con los visitantes.

- Abdul, debo irme en cuanto mi compañero cumpla su misión, pues debo ser yo quien informe al Maestro de su cumplimiento. – Dijo con nerviosismo. – Tenme preparada la recaudación para la orden, y me iré cuando sepamos el resultado de la misión.

Y así lo hizo. Le entregó una pesada bolsa de cuero repleta de monedas y se dispusieron a comer, cuando un griterío los sobresaltó.

- ¡Misión cumplida! – dijo el viajero. Abrazó fuertemente a Abdul, recogió su pequeño equipaje y se dispuso a salir de la casa. – Nunca cuentes lo que de verdad ha ocurrido.

Y desapareció entre la aturdida multitud que corría por las calles.

Hasta su casa llegó el fabricante de calzado quien, jadeante, informó a Abdul de lo ocurrido en el palacio del califa. Cuando el mensajero logró la audiencia y se encontraba ante el califa, al ir a abrazarlo cortésmente, éste sacó su espada e hizo rodar la cabeza del califa a los pies de sus esbirros, quienes acabaron con el mensajero inmediatamente.

Abdul nunca quiso pertenecer al ejército de la orden ismaelita. No se sentía capaz de soportar la disciplina, el aislamiento y la castidad exigidas, y nunca creyó las leyendas de los guerreros suicidas del Maestro, el Viejo de la Montaña, instruidos en el inexpugnable castillo de Alamut.

Ahora comenzó a creer.



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