Libros Tito Carlos

domingo, 18 de octubre de 2009

Las noches del parque.


Me gustaba charlar con Adriano; procuraba hacerlo todas las noches. No era muy tarde, algo más de media noche, y casi siempre sucedía todo de la misma forma. Regresaba del bar paseando por el parque que hay junto a la carretera de Villalba a Alpedrete; me sentaba en el último banco y me preparaba un cigarrillo de hierba que se sumaría a la embriaguez del vino. Cerraba los ojos y me concentraba en un balanceo suave, apenas imperceptible, y disfrutaba de mi ingravidez y de la saludable brisa serrana por unos segundos.


- Noche perfecta

La primera vez me asustó. ¿Cómo hacía para no presentir nunca su llegada? Abría los ojos y le sonreía. Le ofrecí un cigarro y me dijo que llevaba años sin fumar, que ya no se llevaba nada a la boca.

- Algún día lo dejarás tu también – me dijo.

Adriano parece mayor que yo, no demasiado, pero su corazón está marcado por experiencias y aventuras que le han dado forma a las expresiones de su cara; facciones duras y mirada relajada, como si estuviera resignado con su suerte. Siempre iba vestido igual, con traje de chaqueta oscuro, corbata negra y cabeza despeinada, lo que le hacía aún mayor. Es probable que, como yo, viviera solo, y a su vuelta del trabajo se relajara en algún bar, y coincidíamos a la vuelta a casa en aquel parque.

Hablábamos de temas muy generales pero dejando entrever la existencia en nuestro interior de amargos recuerdos por malas o buenas experiencias. Conocíamos nuestros nombres, pero nada más, y todo funcionaba muy bien. Debíamos entender ambos que nuestra relación estaba en un estado perfecto, viéndonos tan solo unos minutos al día, y sin hacernos más preguntas. En el primer silencio, tras la conversación, de nuevo caía en un sueño suave; duraba un par de minutos, pero cuando abría los ojos, Adriano se había ido.

Reanudaba el camino a casa por las oscuras calles de la zona, veía un rato la televisión o me sumergía en las páginas de un libro, hasta que los párpados caían pesadamente manteniendo mis ojos cerrados durante horas.
Algunas noches yo no pasaba por el parque. El trabajo me tenía demasiado entretenido y prefería cenar en casa. Otras noches mi embriaguez se encontraba unos puntos por encima de lo natural en mí y el sueño en el parque se prolongaba más de lo habitual. Al despertar, no estaba Adriano, y no sabía si se había ausentado o si respetó mi sueño en silencio. En cualquier caso no nos lo reprochábamos; reanudábamos la charla a la noche siguiente como si no hubiera habido interrupción.

- Hay noches – le dije en una ocasión – que conozco a alguna mujer. Me encuentro bien con ella mientras tomamos unos vinos; nos divertimos y prometemos vernos otra vez, pero si nos volvemos a ver procuro evitarla.
- Te entiendo. - me contestó – Yo también estuve enamorado y tuve una relación apasionada. El resto de las posibles relaciones serían forzadas.


Es en esos momentos cuando aparecen más nítidos los recuerdos; cierro los ojos y los saboreo con un poco de amargura, y Adriano se va en silencio. Es posible que le ocurra lo mismo; no tuve tiempo de observarle esta vez.

Recuerdo que hablamos de familia, mujeres, hijos, amistades, comidas, bebidas…, cosas de la vida. A veces la corta conversación era jocosa, otras nos entristecía, y todas me enriquecían; me hacían llegar a casa con la sensación de haber obtenido algo positivo de ese día. Pero nada bueno dura eternamente.

Tuve que trasladarme de localidad. Cambié de trabajo, de horario y el paseo nocturno desapareció. Pero cada noche, en mi butacón, durante el relax de mi cigarrillo, recordaba mis charlas con Adriano en aquel banco del parque junto al cementerio de Villalba.



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