Libros Tito Carlos

jueves, 9 de abril de 2020

El último costalero



           Tal y como hago cada año, fui a ver a Juan la tarde de la procesión para acompañarle en el ritual de vestirse de costalero. Juan es costalero en la cofradía del barrio y junto a otros colegas llevan sobre sus hombros la imagen de Cristo atado a un poste mientras un romano le fustiga. Voy todos los años a su casa; él lo acepta a pesar de mi ateísmo recalcitrante porque, según me cuenta, le reafirma en sus creencias. Nunca le he dicho que a mi me pasa lo mismo.


           Juan es buena persona, buen marido, buen padre, buen vecino, buen compañero y buen amigo; una persona sencilla, educada y respetuosa con todo aquel que se cruce en su camino; el que le atiende en la frutería, en la caja del supermercado, en el banco… Pero entre tanta virtud destaca un defecto: es una persona simple. A las personas simples, buenas o malas, te las encuentras en el terraplanismo, en el creacionismo, en una comuna vegana… y en general en el integrismo religioso. En un partido político no están, pero sí en sus seguidores; en general se puede decir que las personas simples siguen ciegamente al primero que les convenza con una idea real, ficticia, verdadera o falsa; y es muy fácil convencerla. En este campo se mueve Juan, dentro de un integrismo religioso, en línea recta y sin mirar los caminos laterales.
           No quiere saber nada que no sea cotidiano o no tenga explicación en la Biblia; no quiere saber que piensa igual que el integrista musulmán o judío, pero con distintas escrituras. Aprender, saber, buscar la sabiduría solo se hace para alcanzar a Dios, y eso es pecado además de imposible. Pero su simpleza le lleva al desconocimiento, con lo que se pierde un buen trozo de la parte bella de la vida.
          Hubo una vez que le dije que no era cuestión de creer o no creer, sino de saber o no saber; y yo sé que Dios no existe. Se me quedó mirando fijamente durante unos segundos en los que esperaba la pregunta que siempre me han hecho: “¿Cómo puedes afirmar eso tan rotundamente?”. Y siempre respondo: “No es una afirmación mas rotunda como la de afirmar su existencia, cuando nunca se ha podido demostrar “. O si me dicen: “¡Demuéstralo!”, siempre respondo: “Tu haces la afirmación, demuéstralo y convénceme”. Pero no me preguntó nada; y a cambio me dijo: ”Dios existe, y a ti te creó para demostrarnos su existencia”. Por eso creo que seguiremos siendo amigos durante mucho tiempo, pues siempre mostramos nuestros pensamientos antagónicos sin desprecios, con respeto y sin intención de convencernos el uno al otro.
          Un día, años atrás, me invitó a su casa para enseñarme algo que le regaló un familiar. Era un icono de Virgen con Niño, pintado sobre una tabla fina de madera. Lo reconocí enseguida:

         - ¡ Un theotokos ¡ - dije asombrado.
         - Es una Virgen; está claro – respondió con el gesto de llamarme tonto.
         - Ya lo se, es evidente, pero a estos iconos se los llama theotocos.
         - Esto no es un icono, es una pintura antigua de la Virgen.
        - Este tipo de pinturas religiosas se llaman iconos, y si son de la Virgen con el Niño, se llaman theotocos, que significa “Madre de Dios”. Este es una buena copia de una odighitria que está en Roma.

    Me encantaba dar explicaciones que Juan no entendía; me divertían sus expresiones de incredulidad y sus respuestas tratando de demostrarme que mis explicaciones no servían para nada.

          - ¿Una qué? ¿Que está donde? Esta está aquí.
       - Perdón; cuando la Virgen tiene ese gesto, el de mostrar el Niño al observador, se le da ese nombre: “odighitria“.
        - Yo veo una Virgen que tiene a su hijo en brazos; y es una Virgen con su hijo en brazos. Yo creo que ves cosas que no son.
        - ¿Si? Mira esas letras, ¿Ni siquiera te interesa saber que pone o qué significan?
        - Lo que no se es por qué te interesó a ti, ateíllo.
       - Juan, esto es una copia de una obra de arte. Es la Virgen del Perpetuo Socorro y el original se encuentra en Roma. En el siglo X se llevó de Creta a Roma y está llena de significados: los ángeles de los costados, las letras, la sandalia que se le cae al niño…
      - Todo eso sobra, solo miro a la Virgen y al Niño, que seguro es lo que se quiso pintar. Si es antigua y está en Roma, mejor, porque estará bendecida. La pondré marco y la colocaré en la habitación.

         Juan ve a una Virgen con el Niño. Yo veo eso y todo lo demás, que es lo que embellece la obra y te hace entender muchas otras cosas; la historia en origen, la visión del mundo de entonces, la interpretación que se hacía de la religión hace diez siglos… Esto es tan solo un ejemplo de lo que el integrismo religioso hace perder a Juan. Esa Virgen me emociona a mi mas que a el.
        Desde entonces, cada vez que miro el icono le pongo pegas para corroborar el simplismo de Juan. Como siempre, simplifica todo lo que le digo. A veces me parecen reacciones infantiles, pero otras veces me parece que la actitud infantil la tengo yo.

         - Yo creo que esas coronas sobre las cabezas de la Virgen y del niño se han puesto en la época moderna; no cuadran.
          - Ella es reina y Él es rey, por tanto están bien puestas- me dijo; le daba igual.
          - Pero Juan, la aureola del niño tiene la cruz en todos los iconos, y con esa corona no se ve. Eso es importante.
          - Lo de la cruz vino después; ¿no te lo enseñaron?

      Imposible; me gustaría que entendiera que pese a la carga religiosa del icono hay un fondo histórico, cultural, artístico que debiera ver y contemplar, pero solo ve la Virgen con el Niño.

        - La virgen lleva cubierta la cabeza; ¿sabes por qué?. Era judía, y en Judea las mujeres casadas no podían mostrar sus cabellos. Como hacen las mujeres musulmanas y que a ti te parece tan mal.
         - Eso es mentira. Te lo acabas de inventar.

        A veces creo que quiere jugar conmigo o que trata de ponerme a prueba. Al año siguiente compró otro icono, ya enmarcado, con otra virgen.

         - Eleusa – dije, esta vez sin entusiasmo, pues desconocía esa obra.
         - Es otra virgen, ¿no ves?
         - Si el niño besa a la Virgen, el icono se llama eleusa. Este no tiene a los arcángeles.
         - Mejor; así no te entretienes.
         - Esta la desconozco, ¿Qué Virgen es?
         - Por la parte de atrás pone “Virgen amante de los hombres”

        A partir de ese momento me dejo de divertir la simpleza de Juan. Puede que sea divertido notar las incongruencias del título, pero Juan nunca las encontraría; es una Virgen con su hijo. No encontré referencia alguna a es Virgen (iconos de ese tipo los hay por cientos) ni siquiera por el título de la obra, así que le propuse cambiar el nombre, pero no vio necesidad alguna; me dijo: “Ella nos ama a todos; no hay nada malo en eso”.



        Entre los dos iconos está Juan terminando de calzarse unas zapatillas con base de esparto que parecen heredadas de alguien que las heredó, y que se atan sobre un calcetín grueso que, al parecer, debe ir sobre el pantalón de pana o paño, ancho para ser cómodo.
         Le noto algo enfadado, y no veo oportuno decirle que la “amante de los hombres” está triste, y que vendría bien una guardería en estas fiestas para dejar al niño. Se levanta de la silla y alzo mi mano para que espere un momento.

         - ¿Qué pasa, Juan? No estás eufórico como otros años. Cuéntame el problema.
         - No quiero que llueva.
         - Todos los años existe esa posibilidad; debierais cambiar de fecha.

      Dejó de mirarme y se dirigió a la cama. Sobre ella tenía una camisa blanca de mangas muy holgadas y una larga y ancha tira de tela que utiliza a modo de faja para cuidarse los riñones de los esfuerzos al levantar la imagen. Mientras cambiaba de camisa comenzó a hablarme con preocupación.

     - Dios pone ante mí personas como tú empujándome hacia el descreimiento y la perdición espiritual para que yo ejerza presión en sentido contrario y me haga merecedor de su aprecio, necesario para ganar un sitio en la eternidad de su hogar. Pero esta guerra tiene muchos frentes; cada vez más. No sé si podré soportarlo.

        No estaba enfadado; estaba deprimido. Nunca le había visto así, era una novedad para mí tratarle en ese estado. Le obligué a mostrarse humilde cuando fue aceptado en la cofradía como senior al abandonar su padre su puesto por la edad, porque estaba eufórico como si hubiese ganado un campeonato del mundo. Le he calmado en enfados absurdos o razonados porque en esos momentos puede perderse mucho de lo ganado. En definitiva, hice todo lo que se puede hacer por un amigo, pero nunca le había visto deprimido.

      - Juan, vas a la cofradía como todos los años, y siempre ha sido un día de jubilo y bienestar espiritual por tu parte; no puede haber nada tan grave como para quitarte…
      - ¡ Si que lo hay ! – dijo sujetándome ambos brazos – Entre nosotros, los creyentes, se puede observar distintas calidades en las personas. Algunos somos normalitos, pero otros son buenos y otros muy buenos y los hay aún mas…

       Sus ojos brillaban rebosantes de líquido a punto de derramarse; me soltó y cogió la tela para hacer la faja. Le ayudé a ponerse la faja, apretada y enrollada alrededor de la cintura, girando sobre si mismo. Al terminar le miré a los ojos bastante preocupado.

         - ¿Qué te han hecho, Juan? Y sobre todo ¿Quién?
     - En la gente que Dios pone ante mi para que luche también hay calidades. Tu y yo nos respetamos; ponemos un muro entre nosotros y no lo intentamos penetrar. Entre tu y yo la lucha no es violenta, solo nos ponemos uno frente a otro, nos postramos abiertos mostrando nuestra verdad y la contemplamos, aunque no la aceptemos, esperando que un día la razón caiga por si sola en uno de los bandos. Pero no sois todos así.

         Se sentó de nuevo en la silla, serio, desganado como nunca lo había visto.y pensativo, apretando los dientes y moviendo ligeramente la cabeza de lado a lado.

       - Si; en vosotros también hay calidades; unos sois normalitos y nobles, incluso buenos. Otros son malillos pero llevaderos; otros son malos, malos, malos.., y Dios os coloca estratégicamente, entre amigos, entre compañeros de trabajo, entre los familiares….

     Aquí saltaron las lagrimas; lentamente fueron saliendo y rodando por las mejillas hasta las comisuras de los labios y cayendo al fin sobre su ropa.

        - Andrés, no quiere ser costalero; ni siquiera entrar en la cofradía.

      Andrés, su hijo mayor, no quiere ser cofrade. Esto es un trauma para esta gente tan religiosa y cuya tradición viene de muy atrás. Juan vio a su abuelo llorando de emoción porque su hijo estaba bajo la imagen soportándola sobre sus hombros como él hizo años atrás. Mas tarde vimos a su padre emocionado mostrando orgulloso a amigos y vecinos como su hijo se convertía en cofrade primero junior y después senior. Y ahora Juan no iba a poder mostrar orgulloso a su hijo siguiendo la tradición no solo familiar, sino histórica de la cofradía.
         Andrés, 15 años y ya ha decidido no seguir la tradición.

        - Me dice que no ve sentido a este espectáculo repetido año tras año; que no cree que si existe Dios, le guste la escenificación de la tortura y martirio de su hijo. Que parece una película de cine gore, tanta sangre, hombres clavados en una cruz, corazones atravesados por siete sables, cabezas cortadas…. Quizá tenga razón, pero así ha sido la vida de Cristo y de nuestros santos. Me dice barbaridades como que menos mal que lo crucificaron, porque si lo cuelgan de una pierna a la rama de un pino hasta que se muera las imágenes en las iglesias serían horrorosas.

         Pese al llanto, seguía tranquilo; sentado en la silla con la mirada hacia el infinito, tan solo algún pequeño gesto de aceptación in extremis, pero tardó un largo minuto en volver a hablar. Un minuto que pasé en silencio sin saber como abordar la situación sin agravarla con alguno de mis comentarios.
 
        - Me dice que habrá de suponer que si llueve es porque a Dios no le apetece dejarnos sacar la imagen de su hijo en la peor de sus situaciones en vida. Y si no llueve es porque no le importa. Que mi Dios es sumamente caprichoso. No he sabido llevarle por mi camino; no vi llegar esto, y si no entra ahora no entrará nunca; esta procesión era el momento…

         Sonó un teléfono fuera de la habitación y como si fuera una señal se levantó, se secó la cara con la manga de la camisa y cogió una pequeña almohadilla que los costaleros se colocan sobre el hombro. Hizo un gesto de resignación y se dispuso a salir de la habitación. Antes de llegar a la puerta se abrió y apareció Amparo, su mujer, quien con la mayor naturalidad del mundo le dijo: “Que no hace falta que vayas, no vais a salir; esta lloviendo y no parece que vaya a escampar”. Me miró con una sonrisa a modo de saludo y cerró la puerta de nuevo.
    Durante unas milésimas de segundos miramos fijamente la puerta, después nos miramos asombrados, Juan esbozó una pequeña sonrisa y dijo:

         - Aún no habéis vencido; Dios me da otro año para convencer a Andrés.

domingo, 8 de agosto de 2010

Feria de Bondades


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Era un día de feria en San Martín. En las afueras del pueblo un palenque cerraba las distintas estacadas en que se encontraba el ganado. Los compradores rondaban la valla buscando la mejor res que pudieran pagar, y si la encontraban, se dirigían a las mesas que rodeaban un pequeño mostrador a modo de bar donde los vendedores cerraban sus negocios.

Mario no tenía demasiadas vacas, pero se ocupaba de la venta de reses de varios vecinos, por lo que era el vendedor más activo. Alrededor de dos vasos de vino llegaba a acuerdos rápidos y muy valiosos para el dueño del animal, por lo que cada año su trabajo aumentaba cuantitativamente de forma notable. Estando en la negociación de un lote de diez reses, en el momento de mayor concentración mental, usando al máximo sus dotes de buen vendedor, Aurelio, a su espalda, le da unos toques al hombro. Mario alza la mano indicando que debe esperar a terminar con el cliente que está frente a él, pero como no alzara la mirada para ver quién era, Aurelio insistió.

Aurelio era el tonto que hay en todos los pueblos; su corta inteligencia no le alcanzó a realizar estudios y los quehaceres del campo no le iban demasiado bien. Su familia tenía un pequeño huerto, unas gallinas y una vaca que de vez en cuando paseaba orgulloso por el pueblo. Todos los años visitaba la feria y decía a los feriantes que quería vender la vaca. Como ya le conocían, le seguían la corriente hasta que le ofrecían la mano para cerrar el trato; entonces Aurelio sonreía y diciendo que era una broma se iba definitivamente a casa. Pero ese año, por oscuras razones, su vaca dejó de dar leche y decidió, sin consultar a la familia, vender la vaca en la feria, y para ello se dirigió al que todo el mundo sabía que era el mejor en este mundillo. Esta vez, era verdad que quería vender la vaca.

Aurelio no entendía que Mario no dejase de hablar con aquel desconocido para atenderle, por lo que insistió con unos toques en el hombro más fuertes que los anteriores. Mario levantó la vista visiblemente molesto, y al ver a Aurelio pidió perdón al comprador y se puso en pie. No quería levantar la voz ni mostrarse violento ante los compradores, por lo que en voz muy baja le pidió que se marchara. Aurelio sonrió y dijo que quería vender la vaca, y lo dijo con su gesto de siempre, con su sonrisa y su mirada ausente. Mario no podía hacer el juego de todos los años; estaba muy ocupado, rozando la saturación, y frotándose los ojos con los dedos de una mano le dijo suavemente que no vendería su vaca, y que le dejase tranquilo. Aurelio no cambió la expresión de su cara al responder a Mario con una amenaza: “Necesito vender mi vaca, y si no lo haces regresaré para castigarte duramente.” Mario puso una mano sobre el hombro de Aurelio e hizo un gesto de aprobación, volvió a sentarse y continuó la venta.

Sin prisas, con tranquilidad, Aurelio se fue a casa. Fue directamente a visitar a la vaca, comprobó que seguía sin dar leche y rebuscó entre los útiles que colgaban desordenados por las paredes del establo. Apoyada en una esquina se encontraba una puntiaguda estaca de unos dos metros de larga y unos diez centímetros de diámetro de espesor; la tomó, la sopesó sobre sus manos y viéndola apropiada se la puso al hombro y regresó a la feria.

Aurelio ya no llamaba la atención de nadie, y nadie le preguntó por la utilidad de la estaca en la feria. Se acercó a la zona del mostrador y allí estaba Mario, a unos veinte metros, apoyado sobre el mostrador mientras paladeaba un vaso de vino. Se colocó la gruesa vara en la axila a modo de picador de toros, y cual caballero en torneo de la edad media, arrancó en veloz carrera apuntando a la espalda de Mario.

La madre y las dos hermanas de Mario se encontraban en casa, cuando el cabo del puesto del pueblo les hizo la visita llevando la trágica noticia. El cuerpo de Mario se encontraba en la clínica, nada se pudo hacer, y Aurelio, el loco, estaba encerrado en una celda del cuartel. Hubo lágrimas y gemidos pero tan solo articuló las palabras la madre para agradecer al cabo su amabilidad, y pedirle que le dejaran visitar a su hijo. Cabizbajo, el cabo abandona la casa, y desde su vehículo observa a través de una ventana cómo la madre habla con sus hijas, con el dedo índice de una mano señalando el cielo a modo de advertencia mientras las hijas continúan gimiendo con movimientos levemente espasmódicos.

Las tres mujeres no solo visitaron el cuerpo de Mario, también visitaron a la familia de Aurelio para mostrarles su comprensión; sólo un ataque de locura podría ser la causa de que el bueno de Aurelio hiciese tal cosa y ambas familias estaban hermanadas en la misma tragedia. A ojos de estas tres mujeres, no había culpables entre ellos.

El entierro fue multitudinario; los habitantes del pueblo y de otros pueblos cercanos se sintieron emocionados ante semejante bondad y quisieron mostrarse solidarios con la familia del finado, pero ese no es el final de la historia. Esa desbordada bondad de la madre y hermanas de Mario también quedó patente durante el juicio, donde lejos de mostrar perdón hacia Aurelio, mostraban convencimiento de que no era culpable de nada, que si acaso fue una mala pasada de su enfermedad, de la cual él no era responsable.

Hasta el juez, fiscal y defensor quedaron conmovidos ante las manifestaciones de estas mujeres, pero la ley hay que aplicarla, aunque sea en su menor grado, y Aurelio fue confinado en un penal psiquiátrico durante un mínimo de un año, al término del cual se examinaría si continuaba o si podría quedar en libertad.

Y así fue. Un año más tarde de dictarse la sentencia, se dictaminó que Aurelio estaba capacitado para vivir en sociedad sin uso de violencia alguna y se le puso en libertad. Su familia lo llevó discretamente al pueblo y procuraron que no apareciera en ningún acto social; ya no había vaca, no había que pasearla ni que ir a la feria; todo lo más cuidar el huerto y las gallinas. Pero, como es obvio, todo el pueblo se enteró de su regreso, y la noticia llegó a oídos de la madre de Mario, quien incluso mostró un asomo de alegría por la recuperación de la libertad de Aurelio y se dirigió de inmediato a dar la buena nueva a sus hijas.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, se presentaron las tres ante el cabo del puesto. Iban a entregarse voluntariamente ante la justicia; acababan de quitar la vida a Aurelio.


NOTAS: Fabulado a partir de un hecho real.


sábado, 24 de julio de 2010

Atardecer

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Querida Lola, desde que te has ido las noches son demasiado largas. No hay beso en la mejilla ni calor junto al cuerpo que me tranquilice y me suma en plácido sueño. La oscuridad acompaña mis sombríos pensamientos y hacen aparecer recuerdos nítidos en los que tu siempre estás presente, pero las primeras luces ya no iluminan el relajado rostro que a la vez iluminaba mi espíritu con la primera sonrisa del día al acariciar tu pelo. Ahora acaricio la que fue tu almohada y se me encoje el corazón, me visto sin ganas y desayuno sin apetito, sintiendo el vacío que ocupa toda la casa.

Me miro al espejo y noto mi cambio; más ojeroso, más triste, cabizbajo… me cuesta trabajo peinarme y me he dado cuenta que en tu ausencia no he sonreído una sola vez, y no siento la necesidad siquiera de esforzar un pequeño rictus que compense la amabilidad de las personas que tratan de animarme. Y de nuevo se humedecen mis ojos al ver tu cepillo de dientes, tus peines, tus cremas, horquillas, pinzas… pequeñas cosas que sólo afirman que nunca los volverás a utilizar.

Tu abrigo y tu gorro siguen en el perchero junto a la puerta; los miro con tristeza mientras me abrigo e intento colocarme, sin éxito, la bufanda a la manera en que tus manos lo lograban. Sigo paseando por las mañanas ofreciendo un saludo frío a vecinos y tenderos, cuando hace poco tiempo eran alegres y cariñosos; ya no tienen sentido esas sonrisas y esas preguntas por la familia, la salud o las inclemencias del tiempo. Pido el pan, pago y marcho de regreso en silencio sumido en mi soledad interior.

Lola, querida, sin ti las calles se han vaciado y los días han cambiado de color; no brillan, tienen tonos apagados y tristes como muestra de la falta de un elemento fundamental para la vida: tú. Me creo capaz de sobrevivir a la falta de aire, de luz, de alimentos…, pero no veo la forma de superar tu ausencia.

Alguna tarde me siento en el banco del mirador al que hemos ido tantos días y, como siempre, busco tu mano; y ya no está. No sé si los atardeceres siguen siendo tan hermosos como los de antes; ni siquiera puedo intuirlos tras la cortina de lágrimas.

Entro en la habitación para acostarme y al encender la luz me sobresalto. Debo esperar unos minutos para recuperar la consciencia y asimilar mi nueva situación; me desnudo, me acuesto en la solitaria cama y, todavía, te deseo buenas noches entre sonoros sollozos.

Si hay vida tras esta vida, Lola, el mundo en que te encuentres habrá ganado en hermosura. Llévame contigo pronto; esta vida ya no tiene sentido. Déjame disfrutarte cuanto antes y gocemos de nuevo nuestra eternidad.

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Nota: Fotografía tomada prestada del hermosísimo blog "Aguas abajo".

miércoles, 31 de marzo de 2010

Asunto concluido.

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Mario está pensativo. Es un día muy tranquilo, apenas salen camiones de la obra y tiene demasiado tiempo para pensar.

En un primer momento se preguntaba por qué aceptó ese trabajo. Tenía que vigilar que no pasaran vehículos por la carretera cuando saliera un camión y, en su caso, parar la circulación ayudado de una señal de stop. Le llamaban algunos días para hacer este trabajo y procuraba no decir nunca que no a ello aunque tuviera que liar a compañeros cambiando turnos en alguno de sus otros dos trabajos… “¡Tres sueldos!”, pensaba; sueldos muy bajos pero al menos uno era fijo.

Debía tratar de alimentar a su mujer y a sus gemelos de un año, ya que decidieron que ella no trabajara para poder atenderlos en condiciones. Ella, Juani, la mujer más buena del mundo, la mejor madre y mejor esposa, la que hacía que invadiera su cuerpo una sensación de ternura con tan solo pensar en ella… Desde que nacieron sus hijos hacían el amor casi todas las noches; no podía negarse a su iniciativa, sus suaves caricias, sus susurros… Hacían el amor con suavidad, lentamente, dirigido el acto por ella para llegar juntos con suavidad a la eclosión final y dormir tranquilos fundidos en un abrazo.
Juani le adoraba. Solo hacía falta comprobar cómo le miraba, cómo le recibía en casa o como jaleba a los niños con alegría a la llegada de su papá; y Mario no podía fallarle. Mario no concebía la vida sin ella ni sin sus hijos y correspondía a Juani en la medida en que el tiempo y el cansancio se lo permitían, y procuraba no perturbar ese tiempo de felicidad con los problemas laborales o económicos que arrastraba desde unos meses atrás.

Juani no sabía en qué consistía el trabajo de Mario, pero recibía dinero a diario y nunca faltaba nada en casa, aunque no hubiera lujos o caprichos y sabía que era un trabajo duro y que le ocupaba mucho tiempo; en definitiva, hacía lo que podía para llevar la familia adelante sin penuria alguna. Sí, creía que era un solo trabajo el que le ocupaba la jornada porque así se lo hizo creer Mario, pero en realidad necesitaba más.

No llueve, pasó el invierno, la temperatura es buena y no es tan desagradable estar a la intemperie a orilla de la carretera, pero es un día demasiado tranquilo, será largo, y le obliga a pensar…

Piensa en ella y se enternece, la quiere y haría cualquier cosa por ella, mataría si es preciso, a pesar de que la mantiene feliz utilizando un engaño. Sabe lo que sucederá cuando llegue esta noche; la recibirá con alegría y con un fuerte abrazo, le llevará de la mano a la habitación de los niños para que vean a su padre antes de dormir, le preparará la cena, hablarán de varias cosas y harán el amor. No le molesta esta rutina doméstica, le parece perfecta, pero conoció a Susana.

Susana distribuye el trabajo en la empresa en que trabaja por la mañana; no recuerda cómo empezó con ella, pero de vez en cuando hacen el amor de la forma más apasionada que existe, sobre la mesa del despacho, en un banco en los vestuarios, en el servicio, en la escalera de emergencia… y en su casa. Procuran librar el mismo día de la semana, y mientras Juani cree que está trabajando, está en realidad disfrutando de la fogosidad del cuerpo de Susana. Tampoco puede evitarlo; Susana le mira y le hace una seña, él espera a que queden solos y en la soledad de la planta eligen un sitio nuevo o repiten para ver si se mejora, acaban a gritos y entre risas, y Susana pregunta si al día siguiente podrán repetirlo. Esto le hace pensar que Susana solo lo hace con él y se lo agradece con regalos, le paga la compra el día que va a su casa o la invita al cine en un lejano barrio.

Mario tampoco sabe cómo sería de nuevo su vida sin Susana, pero para mantener ese tren económico tuvo que buscar este trabajo, tan cruel en invierno, tan aburrido en primavera y tan duro en pleno verano. ¿Merecía la pena?. Piensa en dejar a Susana, ya que se ve como una relación caprichosa en que sólo funciona si se hace el amor desaforadamente, y esto puede acabar en cualquier momento, cuando el capricho se fije en otra persona. Por otra parte, y por la misma razón, Susana encuentra otro hombre y asunto concluido, pero… ¿Juani?. Y están sus hijos, a quienes cada vez deberá dedicar más tiempo y mostrarse ante ellos como modelo a seguir, que vean en su padre a una persona merecedora de su respeto.

Así, pensativo, se encuentra en el borde de la carretera, con los brazos cruzados, mirando impávido el asfalto junto a sus pies, y toma una decisión: “Abandono este trabajo de mierda que solo me ocupa un tiempo que debiera gastar con mis hijos y con Juani, a quien adoro, y mañana mismo le digo a Susana que nunca más estaré con ella en una relación que no sea laboral. Explicaré porqué y lo entenderá, y si no es así que haga lo que quiera, no la repudio, sólo elijo el camino correcto. A partir de ahora la sinceridad será fundamental entre Juani y yo, y nuestra familia será la más feliz del mundo.” Y Mario cruzó la carretera para informar al capataz que se iba a casa.

20 de Marzo de 2010, Titular de ‘El Norte de Castilla’: Un trabajador de las obras de la nueva ronda exterior muere arrollado por un turismo en la carretera de Villabañez. El trabajador controlaba la salida de camiones de la obra y fue atropellado cuando no existía tal actividad. Deja mujer y dos hijos gemelos de un año.


jueves, 22 de octubre de 2009

Final de Verano. Principio de Otoño.




Llegó el final de aquel verano y Ana tuvo que irse. La noche anterior estuvo en brazos de Andrés, jadeando y susurrándole palabras de amor al oído mientras se entregaban febrilmente el uno al otro cobijados por la oscuridad de la noche en la ladera del río. Era la primera vez que se mostraban desnudos el uno al otro y las manos y bocas no paraban de registrar cada rincón del cuerpo de la persona amada. Una erupción final acabó entrelazando aún más fuertemente los sudados cuerpos, y tras un largo y sentido beso las lágrimas de ambos se mezclaron en sus mejillas. “Prometo que volveré a por ti”, dijo Ana entrecortadamente.

Andrés miró por la ventana a la mañana siguiente, y no se apartó de ella hasta comprobar que un coche azul cielo se perdía por la carretera en el horizonte. Tenía la certeza de que no volvería a verla, pero mantenía en su mente el recuerdo de la suavidad de su piel, el olor de su pelo, los jadeos en su oído, el sabor de sus lágrimas…; sensaciones que sabía no volvería a tener.

La familia Ruiz, a la que pertenecía Ana, cambiaría de ciudad, y este pueblo estaría demasiado lejos como segunda residencia de verano. Abandonaron el alquiler de la casa, lo que dejaba claro que no volverían por allí. Andrés trataba de asumirlo, pero los recuerdos le abordaban cada vez que pasaba por el río, por la puerta de la casa, por la carretera, por los múltiples rincones en que se escondían para besarse y acariciarse; ella estaba presente en todo lugar con su sonrisa, con su mirada cómplice, con sus amables palabras.

Cada mañana perdía un momento mirando por la ventana. En invierno, aún en la oscuridad, mantenía la mirada hacia el infinito durante unos segundos, pero según pasaban los días y la luz dejaba entrever los campos primero, iluminarlos después, Andrés aguantaba unos minutos con la vista clavada en el horizonte. Mantuvo esa costumbre aún después de la boda, ya que no quiso cambiar de habitación a pesar de las mejoras realizadas en su caserón a tal efecto, pero no fue lo único que quiso mantener.

Han pasado los años; sus veiteañeros hijos le dan los primeros nietos, lo que le hace ser un joven abuelo, pero no siente que el tiempo pase. La familia se ocupa de gestionar sus tierras, y mientras el clima lo permita, cada tarde otoñal pasea hasta la primera curva, a la salida del pueblo, y se sienta a contemplar la larga recta por la que Ana se alejó para siempre. A la llegada del buen tiempo, se sienta en la ladera del río y acaricia la hierba mientras balbucea unas palabras a la vez que una lágrima rebosa por uno de sus párpados.

Una tarde, a principios del otoño, Andrés contempla la carretera desde el sitio habitual junto a uno de sus nietos que se entretiene lanzando piedras al valle. Pasan coches, motoristas y autobuses de vez en cuando, pero esta vez uno de los automóviles se para ante él y se baja una ventanilla trasera. No median palabras entre ellos, solo hay unos segundos en que los ojos recobran brillo, y Andrés se incorpora. Se acerca al coche y pide a su nieto, sin mirarle siquiera, que vaya a casa rápidamente e informe a su padre que el abuelo se ha ido.


domingo, 18 de octubre de 2009

Las noches del parque.


Me gustaba charlar con Adriano; procuraba hacerlo todas las noches. No era muy tarde, algo más de media noche, y casi siempre sucedía todo de la misma forma. Regresaba del bar paseando por el parque que hay junto a la carretera de Villalba a Alpedrete; me sentaba en el último banco y me preparaba un cigarrillo de hierba que se sumaría a la embriaguez del vino. Cerraba los ojos y me concentraba en un balanceo suave, apenas imperceptible, y disfrutaba de mi ingravidez y de la saludable brisa serrana por unos segundos.


- Noche perfecta

La primera vez me asustó. ¿Cómo hacía para no presentir nunca su llegada? Abría los ojos y le sonreía. Le ofrecí un cigarro y me dijo que llevaba años sin fumar, que ya no se llevaba nada a la boca.

- Algún día lo dejarás tu también – me dijo.

Adriano parece mayor que yo, no demasiado, pero su corazón está marcado por experiencias y aventuras que le han dado forma a las expresiones de su cara; facciones duras y mirada relajada, como si estuviera resignado con su suerte. Siempre iba vestido igual, con traje de chaqueta oscuro, corbata negra y cabeza despeinada, lo que le hacía aún mayor. Es probable que, como yo, viviera solo, y a su vuelta del trabajo se relajara en algún bar, y coincidíamos a la vuelta a casa en aquel parque.

Hablábamos de temas muy generales pero dejando entrever la existencia en nuestro interior de amargos recuerdos por malas o buenas experiencias. Conocíamos nuestros nombres, pero nada más, y todo funcionaba muy bien. Debíamos entender ambos que nuestra relación estaba en un estado perfecto, viéndonos tan solo unos minutos al día, y sin hacernos más preguntas. En el primer silencio, tras la conversación, de nuevo caía en un sueño suave; duraba un par de minutos, pero cuando abría los ojos, Adriano se había ido.

Reanudaba el camino a casa por las oscuras calles de la zona, veía un rato la televisión o me sumergía en las páginas de un libro, hasta que los párpados caían pesadamente manteniendo mis ojos cerrados durante horas.
Algunas noches yo no pasaba por el parque. El trabajo me tenía demasiado entretenido y prefería cenar en casa. Otras noches mi embriaguez se encontraba unos puntos por encima de lo natural en mí y el sueño en el parque se prolongaba más de lo habitual. Al despertar, no estaba Adriano, y no sabía si se había ausentado o si respetó mi sueño en silencio. En cualquier caso no nos lo reprochábamos; reanudábamos la charla a la noche siguiente como si no hubiera habido interrupción.

- Hay noches – le dije en una ocasión – que conozco a alguna mujer. Me encuentro bien con ella mientras tomamos unos vinos; nos divertimos y prometemos vernos otra vez, pero si nos volvemos a ver procuro evitarla.
- Te entiendo. - me contestó – Yo también estuve enamorado y tuve una relación apasionada. El resto de las posibles relaciones serían forzadas.


Es en esos momentos cuando aparecen más nítidos los recuerdos; cierro los ojos y los saboreo con un poco de amargura, y Adriano se va en silencio. Es posible que le ocurra lo mismo; no tuve tiempo de observarle esta vez.

Recuerdo que hablamos de familia, mujeres, hijos, amistades, comidas, bebidas…, cosas de la vida. A veces la corta conversación era jocosa, otras nos entristecía, y todas me enriquecían; me hacían llegar a casa con la sensación de haber obtenido algo positivo de ese día. Pero nada bueno dura eternamente.

Tuve que trasladarme de localidad. Cambié de trabajo, de horario y el paseo nocturno desapareció. Pero cada noche, en mi butacón, durante el relax de mi cigarrillo, recordaba mis charlas con Adriano en aquel banco del parque junto al cementerio de Villalba.



viernes, 2 de octubre de 2009

Un instante



¿Por qué nada se mueve? Yo mismo no puedo moverme; ni siquiera parpadear. Tengo los ojos abiertos y no siento nada, ni siquiera se cual es exactamente la postura de mi cuerpo aunque debo estar tumbado. Veo mi brazo y mi mano cerca de mi cara, y entre los dedos esa mujer tan asustada con el gesto de un grito que no oigo y que… no se mueve, no se mueve a pesar de la posición de sus cabellos separados de la cara por el viento o por su propio movimiento. Pero ¿Qué hago yo aquí?

Debo recordar. Hoy he desayunado en casa; mi pobre madre lo tiene preparado cada mañana y a veces solo puedo consumir la mitad de lo que me ofrece; le digo que tengo prisa, pero en realidad es que no tengo tanto apetito a esas horas. La doy un beso y me despido de ella hasta la noche siguiente; pasaré el fin de semana con Juana en la casa de la sierra.

Ahora veo una mota de polvo, o quizá sea polen, suspendido en el aire y totalmente quieto. Las copas de los árboles están inclinadas apuntando todas en la misma dirección; es decir, hay viento, pero nada se mueve. El aspecto de la mujer es de parálisis absoluta; me mira horrorizada y no cierra la boca en un grito permanente que no percibo.

Nada más salir del portal de mi casa llega Juana en su coche. No me deja conducir; nunca lo hace, pero le insisto cada vez que me acomodo en el asiento de acompañante. Venía nerviosa por la hora a pesar de no haber quedado con nadie, y ni siquiera me da un beso como saludo. Generalmente solo quiere que nos besemos cuando estamos solos o mientras vemos la puesta de sol desde el mirador de la casa. Pensé que hoy tendría que esperar hasta la noche.

Un pájaro está a punto de posarse sobre una rama, y su imagen está congelada justo en ese momento, todavía con las alas sin plegar y con la vista fija en el punto en que va a posarse. ¿Qué está sucediendo? ¿Se ha parado el tiempo? La nubecilla de polen sigue ahí, quieta, el pájaro congelado aún en el aire a unos milímetros de la rama, la mujer horrorizada sigue en su posición sin dejar de mirarme… ¿estará ella pensando como lo hago yo?

Procuro no hablar con Juana para no discutir mientras conduce; a veces suelta el volante, gesticula con sus manos exageradamente y mira demasiado tiempo hacia el acompañante. No puedo decirla nada en esos momentos, pero procuro advertírselo más tarde. Hoy no ha hablado demasiado pero estaba muy nerviosa y despotricaba de todo aquel que se cruzara en su camino, un taxi, un autobús, una abuelita que tarda en cruzar… así hasta salir de la ciudad. Tal y como ha sucedido otras veces.

Si; se ha parado el tiempo. Si el tiempo se para, se para todo lo demás. La velocidad es el espacio recorrido en un tiempo determinado; sin tiempo, no hay movimiento. Por eso no puedo moverme; la quietud absoluta es esto. Y por eso no siento nada; no sé ni en qué postura me encuentro ya que no siento la presión de mi cuerpo sobre ninguna superficie; como un estado de ingravidez. Pero, ¿Por qué se ha detenido el tiempo? ¿Existimos sin esa cuarta dimensión?

Juana iba muy acelerada, demasiado, pero no le decía nada. El ruido de los neumáticos en las curvas debía haberle hecho recapacitar, pero hasta ahora nunca había sucedido nada. Hasta ahora. Subiendo el puerto a esa velocidad no podía haber reaccionado con ese camión tan lento, prácticamente parado a la salida de la curva… Ha sido eso; un accidente… recuerdo salir disparado atravesando el parabrisas; mucho dolor y después nada…

Por el peinado y la camisa a cuadros esta mujer era la conductora del camión; o su acompañante. La pobre no tiene culpa de nada pero está muy asustada; ahí sigue paralizada, como el polen y el pajarillo. ¿Qué me ha sucedido? Supongo que puedo pensar porque la velocidad del pensamiento es superior a la de la luz; o no hay forma de medirla ya que es independiente del espacio y del tiempo y todo lo que estoy pensando lo hago en un instante tan pequeño que no hay unidad temporal para su medida… Un instante; un punto en la línea del tiempo.

Quizá es este el último instante de mi vida y por eso mi mano, los árboles, el pajarillo, el polen, la mujer asustada… están desapareciendo, difuminándose, sumiéndose en una claridad indicativa de la proximidad de la nada…

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Nota: Narración presentada en Autores Reunidos para el tema 'Parar el tiempo'

viernes, 25 de septiembre de 2009

Imposible misión




Considérenme si quieren el responsable de esta catástrofe, pero se que no soy el único. El sistema ha hecho lo suyo también: tantas órdenes concretas dirigidas a personas de poco seso solo pueden traer problemas; si no hubiera topado con ellas habría llegado a tiempo.

Es cierto que debiera haber salido de casa mucho antes sabiendo la importancia de esta misión, pero me lo impidieron circunstancias familiares… Si, está bien, la despedida de mi mujer fue un poco larga, pero usted habría hecho lo mismo. De todas formas el tráfico no podía ser peor; otros días a esa hora no recuerdo que hubiera tanto coche en la avenida como hoy.

Si, ya se, debí preverlo con tiempo, pero no pensé ni en el arrebato amoroso de mi esposa ni en el tráfico. Pensé que corriendo un poco sería más que suficiente, pero no lo fue. Y todo por cinco minutos. Ni siquiera cinco minutos de flexibilidad, cuando con un poco de comprensión a pesar de todo lo demás, no habría pasado nada. Pero me topé con el guardia de la entrada de coches, ese que me ve entrar todos los días a distintas horas pero nunca se ha preguntado cual era mi trabajo. “Estamos en cubrimiento de seguridad…”, me decía, y no atendía a razones. “Nadie puede entrar hasta dentro de tres horas.”- “Pero oiga yo…”- “No insista, es la orden que tengo.” Comencé a ver el fracaso de mi misión.

Marcha atrás, casi me estrello, y dejé el coche tirado un poco más allá. Me dirigí a la entrada de personal y me pasó exactamente lo mismo. El ‘mente de pez’ de la puerta actuaba como un robot, y encima con un cuerpo de más de 110 kilos y dos metros de altura que casi estalla la camisa me empujaba de mala manera hacia las escaleras de salida… ¡casi me mata el muy…!

Bueno, yo solo salí una vez del recinto por la verja del callejón, ¿eh?, me lo enseñaron los muchachos, para escaquearnos un poco, tomar unas copas y eso… pero no he abusado de ello. Lo prometo. El caso es que con un poco de contorsionismo logré entrar al recinto. Ahora debía ir al edificio principal, cambiarme de ropa…, en fin, la rutina de otras veces. Todavía había tiempo, pero aún un tropiezo más: en un pasillo en que nunca, nunca, hay un vigilante, aparece uno gordo que en vez de saludarme me pide que le acompañe, que estoy en zona prohibida, y que debo salir. Trato de identificarme pero no me deja hablar, hago ademán de hacerle caso pero echo a correr por otro pasillo. Ahora mis intenciones son otras.

Bajo a trompicones hasta el sótano. Allí estoy seguro de que no me encuentran; se cómo esconderme y cómo salir de allí. Ahora no quiero pasar por ningún departamento, solo debo llegar a la torre, donde al parecer está todo aquel que me conoce, pero a la salida tropiezo con un hombre armado. Esto lo cambia todo; además de peligrar mi misión, también peligra mi vida. Deben haber indicado por radio que un intruso ronda por el edificio y lo bloquean en serio. Así que corro de nuevo al sótano y me escondo para pensar.

Me imaginé dos opciones; ambas pasaban por subir a la terraza. Desde allí intentar hacer señas a la torre, que aunque está a más de cien metros, alguien puede identificarme. La otra opción sería deslizarme como se me ocurriera por la fachada posterior. En esa fachada no hay salida alguna de personal, por lo que era probable que no vigilara nadie. Después de todo son solo siete pisos.

Conozco un vericueto por el que se llaga del sótano a la segunda planta. Esta gente nueva que vigila no lo conoce, ¡seguro!, así que me lanzo por los pasillos, saltos por patios interiores, escalera de pared y una vez en la planta subo a pie, por seguridad, hasta la azotea.

Arranqué el cable de antena para asegurarlo a una de las chimeneas mientras gritaba como un poseso mirando a la torre. Lo hacía sin parar, saltando mientras anudaba el cable. Ya suponía que esta llamada de atención también alertaría a mis perseguidores, pero debía hacerlo, y si llegaban a la azotea, tendría que lanzarme por el cable que caía por la fachada.

Pero no los vi venir. Aparecieron dos energúmenos que comenzaron a golpearme, quería gritarles algo pero me callaban la boca con puños y pies. Me ataron las manos a la espalda y al ponerme en pié un estruendo nos hizo estremecer. A unos mil metros una masa de humo, espesa como una nube, crecía a ras del suelo y se expandía por los lados mientras por su centro un enorme cohete se elevaba con aparente suavidad a los cielos. Nos quedamos quietos y callados observando el espectáculo; yo quería llorar en ese momento, pero lo impedía mi desesperación; estaba abatido.

Uno de los gorilas, anonadado por lo que veían sus ojos, dijo con voz suave: “¡Qué maravilla…!”. “¿Maravilla?”, le repliqué, “¡Soy el piloto!”.


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NOTA: Foto tomada prestada del blog "Antiblog Político" donde se muestra la detención de un manifestante mejicano en 1968.



jueves, 17 de septiembre de 2009

El cazador.





Soy cazador, y considero esta actividad como una guerra silenciosa entre cazador y presa que solo puede terminar con un disparo. Tras el disparo hay un vencedor y un vencido; el vencido puede perder la vida o quedar herido en su orgullo; el vencedor conserva la vida o gana una pieza.

He matado ciervos, jabalíes, osos, lobos… y siempre he procurado hacerlo en distancias cortas, acechando silenciosamente, mimetizado, y cuando tengo el arma encarada, con la seguridad de triunfar de nuevo, hago un pequeño ruido para que la victima me mire, y en ese instante en que nos miramos a los ojos, disparo. Quiero que se considere vencido antes de morir; que sepa por qué muere, que tenga sentido su último suspiro.

He aguantado la mirada de todos esos animales, pero la mirada de Paca me desarma desde el día que la conocí. A veces está mirando al infinito por la ventana de la cocina, y se que aún piensa en él. Quizá debiera ponerme celoso pero al notar mi presencia me mira, sonríe, y se disipan mis dudas. Sé que sus besos son solo para mí, y solo yo disfruto de su cuerpo; valioso premio por cuidar de ella y de sus hijas.

Era la mujer de Juan, el alcalde republicano del pueblo. Yo no comulgaba con sus ideas, pero nuestra relación era afectiva y fluida; nos visitábamos, discutíamos a la sombra de un vaso de vino y nos ayudábamos a la hora de llevar a cabo algún mandato municipal nuevo. Y todo ello para ver a Paca de cerca, contar con su mirada y la visión de su cuerpo, su sonrisa, su voz… pero estaba muy lejos de poder ser alcanzada de forma natural, con su aceptación y su amor.

También soy el mayor terrateniente de la comarca, lo que me hace ser respetado y conocido mas allá de sus fronteras, y muchas de las noticias del exterior llegan primero a mí antes que al resto de los habitantes del pueblo, por eso acudí a echar una mano a Juan cuando me llegaron noticias de los acontecimientos bélicos en la zona.

- Juan, debes irte, las tropas republicanas se retiran y pronto entrarán tus enemigos al pueblo.
- Pero… ¿A dónde voy con mi familia? – me respondió – La frontera está lejos…
- Debes irte solo, no puedes arrastrar a Paca y a las niñas. Mira, esa gente me respetará a mí y no las pasará nada, te lo prometo. Ve a esconderte a la cabaña de caza que tengo en el valle, la que está alejada del río y del camino. Te haré llegar comida, y con el tiempo podrás regresar.

Aceptó la idea y se marchó rápidamente; y por fin Paca me regaló un abrazo.

Paca y las niñas vinieron a mi casa y las protegí en todo momento, lo que hizo que el corazón de Paca se ablandara y cayera a mis brazos un año más tarde. Podría haberla dicho que Juan murió, pero temí el maldito luto y que se alejara físicamente, por lo que decidí aceptar que ella pensara en él de vez en cuando, en cómo sería su vida allá donde estuviera, mientras no interfiriera en nuestra relación; relación que fructificó en el nacimiento de dos estupendos varones.

Me está eternamente agradecida, por defenderla, por defender y cuidar a sus niñas, por cuidar de Juan hasta que le dije que tuvo que huir más lejos y no supimos más de él… A veces me acaricia los cabellos y me sonríe, y un inmenso placer recorre mi cuerpo cuando clava su mirada en la mía haciéndome sucumbir a sus deseos.

Es la única mirada que me vence, ni la de los ciervos, ni la de los osos, ni siquiera la de Juan cuando descargué mi escopeta sobre su rostro…

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NOTA: Fotografía denominada "El cazador" de autor español anónimo y fechada hacia 1930. Encontrada en el blog "Colección de Fotografía Antigua" de Alonso Robisco.



miércoles, 9 de septiembre de 2009

El espía de Cazorla.




La ciudad de Cazorla se encuentra en la frontera del imperio árabe, y el Islam debe hacer todo lo posible por defenderla, ya que es una plaza crucial para los cristianos si quieren llegar a Granada. Llevan muchos años defendiéndola de los continuos ataques cristianos con su potente muralla y la ayuda militar recibida de los castillos de La Yedra y de Las Cinco Esquinas, pero no sería posible sin la ayuda de la población, quien en nombre de Alá sacrifica sus vidas y las de sus familias por la defensa de la religión verdadera.

Para poder mantener ese espíritu en los fieles, una de las decisiones tomadas por los mandatarios islámicos fue enviar un califa de forma casi permanente que mantuviera a la población prevenida y adiestrada, ejerciendo su poder único para interpretar las leyes del Corán, pero Abdul no parece muy conforme con su comportamiento.

Abdul fue un alumno aventajado en la escuela ismaelita y aunque los discursos del califa son excelentes y muy convincentes, sus cotidianas salidas a zona cristiana para, según él, estudiar y vigilar el terreno, no le convencen. No se rodea de los sabios para asesorarse antes de emitir un juicio, sino que lo hace de rudos esbirros que le siguen en sus salidas y con los que se reúne a puerta cerrada. Así que envió un mensaje al Maestro de los ismaelitas, informando del dudoso comportamiento del califa, tal y como se le ordenó al finalizar sus estudios: ejercer siempre la función de vigilancia de que se siguen los mandatos de Alá al pié de la letra, es decir ser espía del Maestro, y recaudar fondos para su orden.

Eso fue meses atrás y no había respuesta alguna. Se retrasó la entrega de la recaudación y no se atrevía a enviar tal cantidad con mensajero, por muy fiel que fuera, y llevaba días dudando si enviar de nuevo el mensaje. Un día, de regreso a su humilde hogar a última hora de la tarde, llamaron a su puerta. Un hombre de larga barba, de estatura mediana y con vestimentas de viajero franqueó la puerta nada más abrirse.

- Abdul, recibimos tu llamada.

Abdul respiró aliviado, ya que por un momento pensó en algún ladrón que le atacaba en su propia casa aprovechando la primera hora de oscuridad. Cerró la puerta con premura y ofreció comida y agua al recién llegado, quien la aceptó amablemente. No quiso dar su nombre y apenas hablaba; solo dijo que llegaría en breve un compañero de viaje, que como él, lo haría entrada la noche para no ser visto. Rezaron las últimas oraciones y durmieron.

A la mañana siguiente, tras las abluciones, el viajero pidió a Abdul que se comportara de la forma habitual para que nadie sospechara que tenía huéspedes; así que visitó el mercado de frutas, la mezquita y a su amigo el fabricante de calzado. Al regresar a su casa, el enigmático viajero estaba relajado, leyendo el Corán sobre un diván.

- Abdul, -dijo- dame algo de comer mientras hablamos.

Compartió con él los pocos manjares de los que disponía, ya que no pudo comprar más para evitar sospechas, y esperó impaciente a que hablara.

- Al parecer, el Maestro ya había recibido sospechas del califa de Cazorla, pero ninguna certeza. Con tu mensaje le hemos espiado de cerca y le hemos informado. El califa tiene contactos con los infieles, probablemente negociando la rendición de Cazorla. Esta noche vendrá de Alamut un mensajero y le pedirá audiencia en nombre del visir Persa.

Abdul quedó contento por haber sido atendidas sus pesquisas por el mismísimo Maestro, y sonrió. En sus oraciones agradeció a Alá su bienaventuranza y siguió ofreciéndose a Él en la lucha por el mantenimiento de la verdad. Y al oscurecer, llegó el segundo viajero, tan polvoriento como el anterior y con un notable equipaje a la espalda.

Era joven, no parecía guerrero de la orden ismaelita del Maestro y apenas hablaba. Saludó a la manera islámica y abrazó sonriente a Abdul. Sus ojos estaban invadidos por la emoción y se le notaba bastante nervioso, pero muy decidido a cumplir su misión con entusiasmo. Comieron, bebieron y rezaron las oraciones.

- Abdul, - dijo el primer visitante, - antes del amanecer mi compañero saldrá de tu casa e irá a la entrada de la ciudad para hacer creer que llega de viaje. Pedirá audiencia al califa y le entregará el mensaje. A partir de mañana cambiarán las cosas; ya lo verás.

Cuando Abdul despertó, el mensajero estaba vestido de gala; ahora sí parecía el mensajero de un gran personaje, con su hermoso turbante y su espada, su faja roja y mocasines dorados. Esta vez se mostraba tranquilo y ya había rezado sus oraciones; tomó unas frutas y bebió agua, y se fundieron los tres en un fuerte abrazo antes de que partiera.

La mañana transcurrió tranquila. Abdul visitó de nuevo a su amigo el fabricante de calzado, quien le informó de la visita de un elegante extranjero al califa, que le recibiría durante la comida, ya que salía de la ciudad con sus esbirros a visitar los campamentos exteriores.

- Era un elegante mensajero, – dijo el amigo – no debía hacerlo esperar.
- Quizá el mensaje no era importante.- Contestó Abdul, quitando importancia.

Al regresar, el primer mensajero aún estaba en su casa, esta vez, impaciente. Abdul le informó que aún el califa no había recibido al mensajero, y que al parecer esperaría a la hora de la comida. Probablemente comerían juntos, como solía hacer el califa con los visitantes.

- Abdul, debo irme en cuanto mi compañero cumpla su misión, pues debo ser yo quien informe al Maestro de su cumplimiento. – Dijo con nerviosismo. – Tenme preparada la recaudación para la orden, y me iré cuando sepamos el resultado de la misión.

Y así lo hizo. Le entregó una pesada bolsa de cuero repleta de monedas y se dispusieron a comer, cuando un griterío los sobresaltó.

- ¡Misión cumplida! – dijo el viajero. Abrazó fuertemente a Abdul, recogió su pequeño equipaje y se dispuso a salir de la casa. – Nunca cuentes lo que de verdad ha ocurrido.

Y desapareció entre la aturdida multitud que corría por las calles.

Hasta su casa llegó el fabricante de calzado quien, jadeante, informó a Abdul de lo ocurrido en el palacio del califa. Cuando el mensajero logró la audiencia y se encontraba ante el califa, al ir a abrazarlo cortésmente, éste sacó su espada e hizo rodar la cabeza del califa a los pies de sus esbirros, quienes acabaron con el mensajero inmediatamente.

Abdul nunca quiso pertenecer al ejército de la orden ismaelita. No se sentía capaz de soportar la disciplina, el aislamiento y la castidad exigidas, y nunca creyó las leyendas de los guerreros suicidas del Maestro, el Viejo de la Montaña, instruidos en el inexpugnable castillo de Alamut.

Ahora comenzó a creer.



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