Libros Tito Carlos

lunes, 30 de marzo de 2009

Visión Romántica

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Desde hace unos días, cuando llego al restaurante para comer, la parejita está terminando el postre y están sirviéndoles el café. Siempre están en la misma mesa, y yo procuro ponerme, también, en la misma posición estratégica. Ellos están en una pequeña mesa cuadrada, uno frente al otro; yo, dos mesas mas allá y entre ambos, para poder verles la cara. A veces, el oficio de voyer tiene que ir acompañado de un ejercicio de estrategia muy bien pensada, si no quieres caer en situaciones ridículas.

Para mí es todo un espectáculo, romántico, elevado al máximo grado; ellos se miran casi constantemente y parece que se atraviesan con su lánguida mirada, como si vigilaran sus gestos, como si escudriñaran el uno el interior del otro, y les gustase lo que ven, ya que su boca dibuja permanentemente la figura de una incipiente sonrisa. La cucharilla lleva lentamente la porción de flan a la boca y yo mismo la saboreo con un inevitable mordisquito del labio inferior… y aumento el ritmo de mi respiración.

Absorto en esta imagen el camarero me sorprende trayendo el agua y los cubiertos e intercambiamos un pequeño gesto de complicidad, confirmando nuestro común gusto por la belleza de la escena. Porque es la escena, no son ellos; ellos no son ni siquiera bien parecidos, más bien son feúchos, pero su amor mutuo los embellece.

Y siguen con su eterna mirada clavada el uno sobre el otro.

No puedo evitar ponerme en la piel del varón; lo hago sin querer. En mi interior le estoy diciendo lo que creo que debe hacer en cada momento, pero no me hace caso; y la mayoría de las veces me sorprendo dándole la razón, que lo ha hecho muy bien, que se nota en lo notablemente feliz que se encuentra su compañera de mesa.

Desde mi posición no oigo lo que hablan, pero ahora el ha pronunciado unas palabras que provocan en ella algo más que una sonrisa, una pequeña y corta carcajada, y se lleva una mano a la boca para no compartir con nadie más esa risita de felicidad. Y una vez pasada la hilaridad del momento ella estira el brazo y con la mano acaricia muy suavemente la mejilla de su amado. Yo mismo siento como el suave roce de hojas frescas de principio de primavera y giro la cabeza a la vez que él acercando mi boca a la palma de su mano posando un húmedo y sentido beso en ella, y la chica sonríe, y siento cosquilleos, escalofríos, piel de gallina por todo mi cuerpo cuando un dedo de su mano recorre lentamente la comisura de sus labios. Después pasa sus dedos entre sus cabellos con lentitud, y debe notar la brisa del mar trayendo el aroma del amor de su vida y ponérsele el corazón a cabalgar frenéticamente y, a continuación, él da un profundo suspiro, como respirándolo profundamente, cuando sus manos se unen de nuevo sobre la mesa.

Y no han dejado de mirarse tiernamente.

El tiene que estar derretido de amor; yo lo estaría, lo de revolotear mariposas en el estómago es una ínfima explicación de ese sentimiento; habría que multiplicarlo por mil y aún así no estaríamos cerca. En esos pocos minutos tienen que haberse trasladado al paraíso, como si Cupido los hubiese abducido y colocado en otro punto del universo donde nadie pulula a su alrededor, ni camareros, ni gente comiendo en las mesas cercanas... Nadie; son los únicos habitantes del universo.

A pesar de la discreción del camarero, el mínimo ruido al dejar la nota en la mesa los devuelve al mundo real y eso provoca un intercambio de sonrisas entre ambos. Dejan unos billetes sobre la nota y se levantan; el mete la mano en un bolsillo de la chaqueta y ella en el bolso. Ambos sacan su bastón blanco plegable y lo estiran, ella se agarra al brazo de él y salen del restaurante oscilando levemente los bastones de lado a lado.

‘¡Y dicen que el amor es ciego!’, pensé.
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Nota: La pintura es de Santiago Cárdenas; "Algo de comer" (1967). Óleo sobre madera y tela.
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jueves, 26 de marzo de 2009

¡Te quiero!

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La quiero.

Sí, creo que sí. No paro de pensar en ella todo el día; me encanta verla por la mañana despertarse conmigo al sonar el despertador. Se levanta, y va al baño; la veo andar adivinando su cuerpo bajo el camisón y me excita. ¡Qué lástima no tener tiempo también por las mañanas!.

No sé qué haría si ella no estuviera conmigo, si no la viera al llegar a casa, si no estuviera a mi lado en la cama todas las noches, si no pudiera abrazarla, acariciarla… A veces no la apetece, pero la convenzo enseguida; lo hace por mí, yo creo que me quiere tanto como yo a ella.

Hoy se ha levantado un poco rara; quizá no ha dormido bien, se preocupa demasiado por los críos, sus deberes y esas cosas. La he dicho que no abuse, que se acostumbran mal, pero tiene un corazón enorme y no puede evitarlo. Cuando salgo del baño ya casi me tiene el desayuno dispuesto y comienza a preparar el de los niños; es una madre estupenda. Está en todo. Cuando me voy sale a despedirme y nos damos un beso; también es una buena esposa.

Voy a llamarla a ver cómo está; no lo hago todos los días, pero luego dice que no me preocupo por ella, que no participo, que si patatín, que si patatán… La llamo y si necesita que lleve pan para la comida yo se lo llevo, sin ningún problema; una cosa menos que tiene hacer.

¡Vaya! No contesta. Ha salido y no tiene móvil. Dice que no le gusta, que ve a la gente que contesta en cualquier sitio y la molesta escuchar historias que ni le va ni le viene, y que después de todo está en casa la mayor parte del tiempo. ¡Vaya bobada! Lo que pasa es que es de esas que no quiere ser controlada; ¿tengo algo que controlarla? , pues ahora no está en casa. ¿A dónde habrá ido? Quizá salió a la compra, como hace la mayoría de los días.

El otro día libré y la acompañé, para que luego diga. Un rollo. Las mujeres hablan y hablan de banalidades y los tenderos tontean con ellas. Yo espero en la puerta de la tienda fumando un cigarro y luego la llevo las bolsas; bueno, todas no, no soy un animal de carga y creo que se aprovecha cuando la acompaño. Entró a la pescadería, esperó unos turnos y quedaba ella sola. Yo veía al pescadero hablar con ella de forma demasiado desenfadada y ella parecía no importarle, se reía y cuando la dio el cambio y se disponía a salir yo creo que la miró al culo. No estoy muy seguro de ello, por eso no entré a decirle cuatro frescas, pero no entiendo como ella lo soporta, aunque sea un hombre simpático y guapo según ella…. ¡Ay! Creo que le gusta; que le va el rollo…. Seguro que ha ido otra vez a tontear con el almejero cabrón ese. Espero que no haya pescado hoy para comer porque tenemos bronca; vaya si la tenemos, con niños o sin ellos.

Voy a llamar a su madre; a veces pasa a verla y quizá la pille allí. Veamos…”¡Hola! Quería hablar con tu hija, si está en tu casa claro….ha estado…si…con la compra, y ¿sabes si ha comprado pescado?... noooo, no digo que la registres, pero a veces se nota….ya… ¿dijo a donde iba? en casa no está…¿al colegio de los niños? ¿para qué?…..¡Ah, si! Es verdad… lo olvidé…bueno, venga que tengo que trabajar, la llamaré mas tarde.”

Seguro que la muy zorra se ha enredado con el cabronazo del pescadero, y ahora al colegio ¡Ala! ¡Apestando a mejillón! Es verdad que me lo dijo pero olvide pedir libranza para acompañarla a ver a ese maestrillo que las tiene locas a estas mamás de pacotilla; no sé que ven en él, siempre manchada la cara de tiza como la cara de la profe de…¡Claro! vete a saber que hacen los maestros con las maestras en horas de recreo, si no habrán dado ya algún espectáculo delante de los niños, y esas reuniones privadas con las mamás…¡Me cago en la leche! ¡Espero que no se la haya ocurrido ir sin mí!... ¡La meto una…..!

Ya es la hora; me voy para casa que me temo que la tenemos. La muy zorra es capaz de haberse liado como una cualquiera con uno, con el otro o ¡con los dos! La tengo dicho que sea más recatada, pero ¡no!, tiene que ponerse mona hasta para ir a la compra, como una ligona descarriada. ¡Se va a enterar!

Ya estoy en casa…. no tiene la cara manchada de tiza; no huele a pescado y la comida está preparada… ¡mmmmm! ¡Cocido! ¡Qué rico cariño!...un beso… ¡eres un encanto! ¡Te quiero!

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domingo, 22 de marzo de 2009

Solidaridad Histórica

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Hace unos años que terminó la guerra civil, pero aún se notan sus secuelas. Se notan en los distintos barrios, en la forma de vida de algunos y de otros, en la forma de vestir, en los juegos de los niños en la calle… y en la distribución de trabajo y alimentos. Hubo vencedores y vencidos, y tan solo en la actitud se reconocen las personas de cada bando. Hay mutilados de guerra en cada portal, cada taberna, cada esquina, pero unos mendigan y otros fueron nombrados Caballeros y tienen asiento reservado en el transporte público. Hay viudas por todas partes, pero algunas regentan tiendas y otras limpian las casas de los ricos para alimentar a sus hijos. Muchas familias quedaron divididas en opulentos y pobres, y pese al tiempo transcurrido la herida no quiere cerrarse.

Entre los que luchan por sobrevivir suele reinar la solidaridad, la ayuda mutua, el intercambio de trabajo y de alimentos conseguidos de distintas formas, ilegales o rozando la ilegalidad; para ello, los jóvenes y los padres de familia tratan de organizarse de forma discreta para lograr salir adelante con un mínimo de dignidad. Y lo que en el futuro serán anécdotas, en ese tiempo es la consecuencia de la desesperación.

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Una fila de camiones militares atraviesa la ciudad. Han salido del Parque Móvil Ministerial y se dirigen al aeropuerto militar. En su interior no hay soldados; hay cajas de varios tamaños con un sello en el que se lee ‘Sobrante de España para Alemania’, que se antoja un insulto a las necesidades alimenticias del barrio que atraviesan. Sin embargo la chavalería va corriendo junto a los camiones saludando a los conductores, obligando a estos a andar con cien ojos para que no haya una desgracia y sin parar de tocar el claxon para que se aparten.

El resto de los ciudadanos está en la acera mirando con pasividad o esperando a que termine la fila de camiones para cruzar la calle. Mario, padre de familia, y su pandilla están entre esta gente, y tras el último camión el gentío se pone a cruzar y en un hábil y rápido salto entra en la trasera del camión zaguero con uno de sus camaradas. El conductor sigue entretenido con los niños y no se da cuenta, de momento, que de la trasera del camión salen disparadas a la acera cajas y paquetes de todos los tamaños. La gente se arremolina para recogerlos y salen corriendo por callejuelas y callejones desapareciendo del lugar donde se comete el delito. Cuando el conductor se apercibe de lo que ocurre, pulsa el claxon desesperadamente para avisar a los conductores de delante, quienes acostumbrados a ese ruido no reaccionan, y entonces acelera con intención de alejarse y llamar la atención. Es en ese momento cuando Mario y su compinche deben saltar del camión y huir con las manos vacías para asegurarse la impunidad.

Mario y compañía quedan siempre en una taberna para tomar un vino y jactarse de su proeza; se numeran para saber que no falta nadie y regresan a sus humildes hogares con tranquilidad. Cuando Mario llega a casa, su mujer le informa de lo que gente del barrio le ha traído; chorizos, galletas, latas de conserva, leche en polvo, café… Carga con la mitad del botín y vuelve a salir para repartirlo con los demás vecinos del portal. Nadie pregunta, nadie agradece; otro día el fontanero le arreglará el grifo y el electricista la vieja radio. Así funcionaba el intercambio entre algunos vecinos de barrio.

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En la esquina de la manzana en que vive Mario está la carnicería de Avelino. No tiene material para vender, ya que lo poco que consigue se vende en unos minutos; pero en cualquier momento puede llegar otra remesa de carne y Avelino debe mantenerse en su puesto. La esquina está sombreada, y Mario y él pasan la tarde sentados junto a un botijo de agua fresca y fumando cigarrillos de liar, charlando y planeando ‘salidas’ para la siguiente oportunidad.

Un día apareció un asno, rollizo y de poco pelo, bajando por el sendero del callejón hacia el río. Ni Mario ni Avelino parecen inmutarse; el carnicero fuma mirando para otro lado, y Mario está con la silla inclinada hacia atrás, apoyado en la pared con el sombrero de paja tapándole los ojos. Pero ambos lo han visto. Solo se perciben movimientos de labios.

- ¿Y ese burro?- pregunta Mario.
- No sé. Parece el de Don Claudio.

A la tarde siguiente se repite la misma rutina. A la misma hora observan con disimulo que el animal hace el mismo recorrido.

- Es de Don Claudio. Baja a beber agua y a comer hierbajos.- dice Avelino.
- ¿Lleva tiempo haciéndolo?
- No. Solo tres días. Pero es de Don Claudio.
- ¡Ya!

Don Claudio era un pequeño terrateniente; en dos años, después de la guerra, se convirtió en un gran terrateniente por anexiones ‘legales’ a su huerta. Se construyó un palacio y una fábrica, y no ha vendido al animal por pura pena, pero no quiere verlo deambular por sus terrenos; da mala imagen. Así que enseña al animal a ir a la pradera cercana al rio para que pase allí la tarde, con intención de que se vaya acostumbrando a pasar el día. Sus relaciones con altos cargos de la Guardia Civil y de los ministerios le hacen sentirse protegido ante el resto del barrio. Nadie se atreve a tratar con él, y todos saben que el burro es suyo.

- ¿A qué hora está de vuelta?- pregunta Mario.
- A las nueve. Ayer se retrasó y bajó Don Claudio con un guardia.
- ¿Seguías aquí a esa hora?
- No. Lo vi por la ventana.

La tarde del día siguiente no la está pasando Mario con el carnicero. El asno hace su rutinario recorrido de bajada al río, y a las diez de la noche se hace una batida por los barrios cercanos buscando al animal que, de momento, se cree que se ha perdido. Y no aparece.

El día siguiente fue sábado. Mario se acerca a la carnicería y se entretiene con Avelino a la vera de un pequeño porrón de vino y unos trozos de farinato. No hablan del tema, sino del tiempo y se preguntan por las mujeres y los hijos. Cercano el fin del porrón, la pareja de la Guardia Civil que podríamos llamarla ‘la del barrio’, entra en la carnicería.

- ¡Buenos días! – dijo uno de ellos.
- Buenos días – contestaron a la par Mario y Avelino.
- ¿Conocen al burro de Don Claudio?

Una leve sonrisa se esbozó en sus labios y fue percibida por el otro miembro de la pareja.

- ¡Nada de bromas! ¡Contesten!
- Sí, yo lo conozco – contestó el carnicero ya mucho más serio – lo veo todas las tardes bajar por ese camino.
- ¡Ayer no regresó!
- Bueno, yo… no sé, nunca le veo regresar.

El guardia, muy serio, les mira de la cabeza a los pies y le pide al carnicero que le enseñe las dependencias. Son muy pocas; una habitación hermética con hielo para hacer de nevera totalmente vacía y un habitáculo sin puerta con una mesa limpia y útiles de carnicería. Hay un ventanuco alto, grande, al que no se llega a ver el exterior. El guardia señala a Mario y hace una seña para que se acerque. Le señala una caja de madera envejecida y medio desvencijada que hay junto a la pared y Mario y Avelino comienzan a sudar.

- Acerquen ese cajón debajo de la ventana. - dijo el guardia con extrema seriedad.

Mario y el carnicero se miran primero y luego obedecen; arrastran el cajón con esfuerzo disimulado y lo colocan bajo el ventanuco. El guardia se sube al cajón y otea el exterior durante unos segundos con suma atención y se baja decepcionado.

- Si por casualidad viesen a ese animal, ¡avísennos! ¡¿de acuerdo?!
- Si señor – dijeron de nuevo al unísono.

Cuando los guardias desaparecieron, Mario tomó un trago del porrón y lo pasó a su colega para que lo vaciara del todo.

- Casi encuentran la cabeza; si nos pillan se nos cae el pelo. – dijo Mario.
- Si – dijo Avelino limpiándose los labios – y si vemos al burro de Don Claudio hay que avisarles.

Ambos rompieron en carcajadas reprimidas para que no se oyeran en el exterior.

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lunes, 16 de marzo de 2009

Azul muerte

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Alex escuchó el mensaje y sin decir nada colgó el teléfono; se sentó en una silla totalmente abatido, y sin sollozos, lánguidamente, comenzaron a correr lágrimas por sus mejillas. Dos horas más tarde, ya de noche, se levantó de la silla y se acostó.

Durmió plácidamente, sin malos sueños, y se levantó al sonido del despertador sin sobresaltos. Se vistió lenta y mecánicamente, se lavó la cara y se dirigió a la cocina, como siempre. Recordó que no había cenado la noche anterior, y sin embargo no tenía hambre; no le dio importancia y terminó de acicalarse, recogió sus cosas y se fue a trabajar. Fue en el autobús cuando, totalmente ausente de lo que le rodeaba, pensó por primera vez en lo que estaba pasando y se dijo: “¿qué hago yo aquí?”. Últimamente Alex vivía para Marta, y si ella no iba a estar, la vida no tenía sentido.

Miró su agenda; no podía faltar al trabajo y debiera de esforzarse en disimular su contrariedad. Fue duro el día; dos largas reuniones que no le ayudaron en absoluto y le dejaron cosas pendientes que hubo de resolver en parte por la tarde. Cuando decidió irse a casa, de nuevo recordó que no había comido, pero tampoco esta vez le dio importancia a pesar de la debilidad que comenzaba a notar. Y de nuevo la soledad.

Marta aparecería al día siguiente y Alex no creía poder estar a la altura; así que la llamó por teléfono y la dijo que no iría a trabajar; que estaba enfermo. Su intención era ordenar sus ideas, pero ¿qué ideas?. Sin caer de nuevo en esa profunda depresión que ya conocía no tenía claro qué debía hacer. Esta vez solo pensaba en su pasado, cuando quería a su mujer y disfrutaba con sus hijas, ya mayores. No se había arrepentido nunca de esa separación; ahora tampoco, pero vinieron a sus pensamientos esos días felices y los comparaba con lo que podría haber sido. Esto no le ayudaba a superar su estado; al contrario, su inanición y el torbellino de imágenes de lo que fue y no será le daban náuseas y varios días más tarde empezó a marearse peligrosamente. Le sucedió en varias ocasiones, y se recuperaba en unos minutos, pero esta vez notó un sudor frío por todo el cuerpo, acompañado por un intenso dolor en el pecho, y se le nubló la vista; no sabía si tenía calor o frío, tal eran sus sensaciones, y sin saber porqué, entre paredes que se deformaban y cambiaban de color, se dirigió a la puerta de la casa, la abrió y salió al exterior. Distinguió tras una puerta los cantos de su vecina Elvira mientras cocinaba e intentó acercarse pero fue dando traspiés hasta estar ante otra puerta, y de nuevo dio dos pasos hacia atrás intentando no caer hasta que tropezó con la barandilla de la escalera. Lenta y mecánicamente bajó los pocos escalones que le llevaban al portal y notó el aire fresco que le indicaba que estaba en la calle. El mareo, sin embargo, se intensificó y le pareció que iba a desmayarse definitivamente. Apoyó la espalda en la pared y se deslizó por ella suavemente hasta sentarse en el suelo; no distinguía los objetos que le rodeaban de lo deformados que estaban, y cerró los ojos mientras que se sentía cada vez mas hundido en un profundo abismo. “Así que voy a morir...”, pensó, “...no creo que sea una solución digna; no merece la pena...” y le abandonó la consciencia.

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No podía moverse. No sabía en que posición se encontraba, flotaba pero notaba su peso, y a su alrededor no había nada; sólo el azul. Espacio infinito azul en todas las direcciones y sin distinguir el arriba y el abajo; ningún rincón para orientarse, ningún ruido, ningún miedo. No hizo ningún intento por comprender; de vez en cuando una voz interior le decía: “Es la Muerte... Y no merecía la pena.”

De pronto se dio cuenta que podía moverse; pero no con un movimiento físico: era su voluntad. Miró hacia todos lados pero el azul era infinito y uniforme; buscaba alguna irregularidad en el color que le orientara sobre el lugar, pero no había nada. No, no era movimiento lo que realizaba ya que su cuerpo no existía; era todo voluntad, pensamiento, sensación, quizá espíritu y sólo espíritu. No había dolor ni sentimiento ni nada que se resolviese con reacciones químicas; no había amor, ni odio, ni pena, ni alegría. ¿Qué había? Había algo claro: Alex razonaba, y lo hacía sin presiones, sin influencias externas, solo con su experiencia personal. Y en esa paz infinita comenzó a repasar su última existencia, tan turbulenta en su interior.

No solo abandonó a su esposa en la separación. Abandonó amigos comunes, muchos amigos, y aquellos entornos que fueron compartidos con ella quedaron a cien kilómetros. Así lo quiso; como si empezar de nuevo fuera fácil. Pero no lo era.

Era muy difícil y necesitaba ayuda; solo la recibió de Marta que a su vez era a la única persona a la que él podría ofrecer algo. Marta y Alex eran, para Alex, las únicas personas del universo, y todo lo que pudiera ocurrir ocurriría entre ellos. Pero es falso; el mundo es más amplio, lleno de personas a las que merece la pena conocer, experiencias por disfrutar o sufrir, y no es justo encerrarse en un mundo tan reducido. La necesidad de compañía sentimental engañó a Alex haciéndole creer que lo que sentía era amor apasionado por Marta, pero no la quería más de lo que hubiera querido a otro amigo; el resto era mentira, o solo deseo.

Esta conclusión le dio más paz aún y en ese estado comenzó a intuir personas alrededor, como sombras en un azul más oscuro. Se movían en la misma dirección, y las veía en un horizonte infinito, pero él estaba quieto. Una sombra pasó cerca, y le dio la sensación de reconocer a una persona de su entorno habitual pese a no existir forma definida alguna. La sombra le habló sin voz pero le entendió: “o te vas, o regresas, pero no puedes quedarte aquí”. ¿Irse?, ¿regresar?; ¿a dónde?. Le seducía más la idea de regresar: quedaban cosas por vivir. Pero ¿cómo regresar?. Otra sombra se acercó lentamente y esta vez distinguió a su esposa que trató de atraerle hacia sí incitándole a continuar el camino con ella, pero no entendió que debiera de hacerlo precisamente en su compañía y se negó. La sombra se convirtió en dos sombras idénticas que realizaron la misma operación, sintiéndose Alex mas atraído que antes en la dirección de todas las sombras, pero insistió en no moverse. Las sombras se multiplicaron entonces y Alex tuvo que realizar esfuerzos por permanecer quieto, y a mayor esfuerzo más sombras, y ante el continuo multiplicar de sombras atrayéndole comenzó a sentir angustia, la primera sensación física que notaba en aquel lugar. Las sombras cobraron forma y vio a cientos de figuras de su esposa diciendo “Ven conmigo, te perdoné hace tiempo; volvamos a ser felices. Ven, ven...” Alex pensó que no tenía nada que perdonarle y continuó resistiéndose, esta vez con dolor, y el color azul comenzó a aclararse rápidamente hasta convertirse en un cegador resplandor.

Fue entonces cuando comenzó a toser y a distinguir personas que le rodeaban y le hablaban: un médico le había dado un masaje al corazón y una enfermera le secaba el copioso sudor que corría por su frente. “Ya está”, dijo el médico con una sonrisa, “ahora descanse”. Alex se alivió al sentir su cuerpo de nuevo y cerró plácidamente los ojos.

Cuando los volvió a abrir la primera persona a la que vio fue a Julia, la más pequeña de sus hijas, quien entre sollozos le informó que su madre murió prácticamente en el mismo momento en que él resucitó.

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P.D. La imagen es una pintura de Ignacio Lavizzari: Muerte Azul
Se puede ver gran parte de su obra en su blog: http://nachopinta.blogspot.com/
En el blog del artista, la pintura va acompañada del siguiente texto:

....Y si Azul es el color de la tristeza, Azul será esta noche.
Azul la prefiero y que muera hecha color, como yo he de morir.

La sustancia que equilibra el universo hoy se niega a estar a mi lado… ante la escasez de recursos, niego el universo y me mofo del estado de sobriedad de mi alma…
Y si caigo esta noche, ha de ser hacía arriba, como si simplemente hubiese nacido surrealista, para morir del mismo modo.
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lunes, 9 de marzo de 2009

La vida es espectáculo

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Sonia es artista. Mientras la maquillan solo puede pensar; debe estar relajada para que la maquilladora haga bien su trabajo; y se pregunta por qué hay personas que endiosan a los artistas, cuando en realidad son seres humanos, con sus ventajas y sus desventajas, sus virtudes y sus vicios, sus defectos, sus pasiones…

Una vez vio en la televisión a un escritor, del que solía leer y releer sus libros, y resultó ser, además, cazador. Odiaba a los cazadores; así que dejó de leerlo. También le resultaba difícil abstraerse de la vida de un músico al escucharlo, si le conocía personalmente. Quizá era mejor no conocerlo, y trataba de imaginarse cómo eran esas sensaciones para una persona normal y corriente; si la decepción era tan grande como para bajar definitivamente de su pedestal al artista.

Era artista de circo. Hoy en día se había logrado incluir en el saco de los artistas al artista de circo; tenían que moverse con la soltura de una bailarina y sus gestos eran muy estudiados, acompañados de música y movimientos acordes con la melodía, como la gimnasia rítmica o el patinaje artístico. Empezó con el trapecio, pero ahora solo lo utilizaba para practicar movimientos y reflejos en altura; su número lo compartía con dos compañeras de la misma estatura y peso y consistía en trepar por una ancha cinta y ejercitar movimientos enredándose con la tela, hacer nudos especiales y dejarse caer hasta quedar colgadas por la cintura a un metro escaso del suelo, volver subir, giros, figuras…

Antonio es su marido y su representante, además de representar temporalmente a las otras dos chicas junto a las cuales ejecuta el ejercicio. Fue un gran artista hasta sufrir un accidente que le dejó medio dormido un brazo, pero lejos de traumatizarse se dedicó al entrenamiento de artistas y a representarlas. De esa manera, nunca abandonó el espectáculo, y parecía feliz.

Ese día Sonia parecía resuelta a tomar una decisión importante; se la veía pensativa pero decidida, y solo la faltaba encontrar el momento adecuado. Faltaban pocos minutos para comenzar su actuación en un teatro local y regresaba de la sala de maquillaje; su marido salía en ese momento del camerino de una de sus compañeras y se miraron, sonrieron y entraron en el camerino de Sonia.

- ¿Hiciste el zumo? – preguntó Antonio.
- Si, está en la nevera.

Antonio abre la nevera y saca de ella una jarra con zumo, llena tres vasos altos y los coloca en una bandeja. Cuando va a salir del camerino, Sonia le pregunta:

- Antonio, ¿me quieres?
- ¡Claro! – responde Antonio haciéndose el sorprendido- ¿Qué pregunta es esa?
- Y a las otras, ¿También las quieres?
- Vamos; deja eso de una vez y prepárate. Falta poco.

Con gesto de fastidio sale del camerino y deja la bandeja en una mesita cerca del lugar por donde saldrán las chicas al escenario. El zumo lo toman para hidratarse justo antes de la función, y esto forma parte de la rutina habitual. Las chicas salen de su camerino y se acercan a la mesita; cada una de ellas coge un vaso y lo beben, incluso una de ellas hace un gesto de aprobación por el buen sabor conseguido en el zumo. Se limpian los labios y salen al escenario.

El telón está aún bajado ya que el espectáculo comienza con las chicas ya subidas a unos siete metros de altura. Trepan por las cintas, se enrollan en ellas y preparan los nudos que las sujetarán cerca del suelo. Cuando están listas, hacen una seña para que comience la música y suban el telón, y es en ese momento cuando las dos chicas se miran con una mano en el vientre y observan asustadas a Sonia ; ella sonríe, aunque su estómago también se contrae y sus ojos han perdido brillo. Se dejan caer y tras diversos giros, sus cuerpos quedan suspendidos cerca del suelo, inmóviles y con gestos de terror en la cara… menos Sonia, cuya expresión es plácida y relajada.


Nota: Inspirado en el espectáculo RAIN, interpretado por Cirque Éloize, de donde proceden las fotos.
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viernes, 6 de marzo de 2009

Círculo vicioso

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Suena el teléfono y Mariana casi ni se inmuta; sus hermanas no paran de llamarla para la fiesta del fin de semana, pero si habla tanto, no puede terminar de colocar los adornos del salón. Con exagerada tranquilidad termina de colocar el marco de la foto de su padre y acude a descolgar: “Dígame” – “¿Mariana?, tengo buenas noticias…”. Mariana escucha con atención y abre los ojos con asombro mientras recibe las buenas nuevas, los cierra de nuevo con fuerza y se pone a llorar de alegría mientras cuelga el teléfono. Se lleva las manos a la cara tapándose los ojos y luego las entrelaza fuertemente y atraviesa con su mirada el techo del salón dando gracias al cielo por… . Entonces siente la imperiosa necesidad de contárselo a Antonio, su marido, y vuelve a descolgar el teléfono.

Antonio esta en el despacho hablando con Pedro, cuando suena el teléfono; lo descuelga, “Un momento, por favor” y termina de darle instrucciones. Cuando Pedro desaparece por la puerta, Antonio recupera la conversación telefónica: “Si, dígame…. ¡Ah, eres tu! Cuéntame, qué pasa…. ¡¿cómo?!.. si, si, claro…. Ya voy y te acompaño, cariño.” Lleno de alegría cuelga y se dirige rápidamente al perchero; se pone la chaqueta notablemente nervioso mientras abre la puerta del despacho. “¡Pedro, por favor, ven!”; se termina de colocar el cuello de la chaqueta y toma su cartera mientras aparece Pedro, “Pedro, lo siento, tengo que irme, me llamó la mujer y…”, sonríe, “tendrás que ir tu a la reunión; ya les contaré…” Antonio no termina la frase; desaparece por el final del pasillo y Pedro aún no sale de su asombro.

Pedro, todavía desconcertado, se sienta ante su mesa y busca en el ordenador la documentación que debe presentar en la reunión. Con un sonido como de burbuja saliendo de líquido espeso (¡blop!), en una esquina de la pantalla aparecen las tareas pendientes, y se golpea la frente como gesto de olvido imperdonable. “¡Diosss! Si voy a la reunión no puedo preparar esto…”, y alzando la mirada, con el cuello y espalda estirados, otea a su alrededor. Localiza a Manuel y le avisa, “Manuel, te envío un correo. Es urgente y debo ir a la reunión a la que Antonio no puede ir”. Teclea con celeridad las instrucciones, se levanta con premura, se pone la chaqueta, toma su cartera y sale de la oficina con un gesto de ‘lo siento’ mirando a Manuel.

Manuel recibe y lee el correo y pone cara de fastidio; efectivamente es urgente, muy urgente, y debe hacerlo lo antes posible, pero por mucho empeño que le ponga no le va a dar tiempo a hacer lo que tenía previsto. Descuelga con desgana el teléfono y llama a su mujer. “Lucía, tengo un imprevisto; saldré mucho mas tarde de lo que queríamos. No puedo recoger al niño.

Lucía cuelga el teléfono con un fuerte golpe y se lleva las manos a la cabeza. “¡Tenía que ser hoy, precisamente hoy!”. Después de unos segundos de incertidumbre va corriendo al baño; tiene que ducharse, no puede salir así. Entre aspavientos y juramentos se ducha, se peina, se viste… todo corriendo; no tiene demasiado tiempo. Al fin se pone el abrigo, toma el bolso, termina de acicalarse mirándose en el espejo del pasillo y sale de casa. Antes de que la puerta se cierre, se vuelve a abrir: se dejaba las llaves del coche. Las toma y se dirige al garaje. Ya conduce saliendo del garaje a una velocidad no muy prudente, y al llegar a la esquina, con poca visibilidad debido a un camión aparcado, se cruza una mujer con un bulto en brazos y no reacciona a tiempo. Tras sentir un golpe seco a la derecha del coche Lucía da un golpe de volante y se estrella contra la farola de la esquina.

La mujer, al parecer subsahariana, muere en el acto. Lucía, muy aturdida, es llevada al hospital con varias contusiones, y en el camino le informan del óbito y de que el bulto era un bebé. Los testigos, vecinos del barrio, dicen que ven por sus calles a la mujer sola pidiendo limosna todos los días; nadie sabe donde vive, ni su nombre; nada. Tan solo que el bebé tiene que ser recién nacido, porque estaba embarazada la semana anterior.

En el hospital llaman a los servicios sociales para que se hagan cargo del bebé después de comprobar que está intacto, ni un rasguño, ningún hueso roto, totalmente sano. Como es imposible saber el origen de la mujer, ni se pueden buscar familiares por estar totalmente indocumentada, trasladan el informe del bebé al servicio de adopciones.

Los datos del bebé se los dan a Marta; hay mas funcionarios, pero el informe cae sobre su mesa con un “Marta, te toca.” Estaba a punto de irse, pero con resignación toma los papeles, los estudia rápido pero minuciosamente y toma la lista de parejas consideradas aptas que esperan adoptar un bebé. Se detiene ante unos nombres y sonríe al acordarse de ellos; descuelga el teléfono, marca el número que hay junto a los nombres en la lista y espera con ansiedad; en el fondo la gusta dar estas noticias que siempre son recibidas con alegría. Tardan un poco, pero por fin descuelgan el teléfono, y Marta dice: “¿Mariana?, tengo buenas noticias…
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miércoles, 4 de marzo de 2009

¡Que injusta es la vida!

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Desde la butaca en la tercera fila no se perdía detalle alguno. Lo que para algunos era demasiado cerca para Pedro era una distancia perfecta en aquel maravilloso espectáculo operístico. La música aparecía como bocanadas de aire fresco surgiendo desde el suelo hacia los palcos, y era atravesada por las voces de los cantantes como saetas lanzadas a sus oídos.

En un principio no hacía demasiado caso a la interpretación teatral; escuchaba la música y leía la traducción en la pantalla considerando que eso era lo importante, hasta que la principal voz femenina surgió ante él. Fue entonces cuando reparó en la juventud de la cantante; no era de edad madura ni su cuerpo presentaba excesos de los que pensaba eran necesarios para producir esa voz, y dejó de leer la traducción.

Su cuerpo era esbelto y fantásticamente proporcionado, sus manos delgadas movían alguna vez los delgados dedos con una dulzura y ritmo que le llamaron la atención. Se le quedaron clavadas en las retinas escenas en que la artista se llevaba una mano al pecho mientras con la otra hacía un giro como señalando al público de la tercera fila precisamente, siguiendo el movimiento con la cabeza y los ojos dulcemente cerrados, hasta que los abrió mientras cerraba la mano alzando el puño. Y a Pedro se le antojó que le miró a él fijamente.

Fueron segundos sin respirar, mirándola fascinado a los ojos que sentía clavados en sus pupilas, hasta que arrancó de nuevo la música y la bella artista se desplazó hacia el otro lado del escenario. Ya no había puesta en escena; le daba igual el movimiento de los objetos y del resto de personas que variaban la escena, ya que solo tenía ojos para ella.

Aparte de su voz, la música sonaba siguiendo sus movimientos, y no al revés; en una escena en que se descalzaba y se lavaba los pies y las piernas en un virtual riachuelo escuchó el chapoteo del agua y se imaginó esas piernas aireadas y esos pies descalzos acariciando la hierba. Fue el climax de sensación interior; las mejillas de Pedro se ruborizaron, comenzó a sudar y a lagrimear lentamente, el corazón saltaba llevándole casi a la asfixia y aún tardó en reponerse unos minutos; los que faltaban para llegar al final de la representación cuando se dio cuenta que todo el teatro aplaudía entusiasmado menos él.

Se aplaudía mientras los artistas saludaban mirando hacia los palcos y lanzando besos al público en general, pero Pedro no podía; solo podía mirarla, por primera vez sonriente, feliz; recibió un ramo de flores y siguió lanzando besos, posando los labios sobre sus dedos y volviendo a sonreír…
Hasta que cayó definitivamente el telón y tuvo que levantarse. Lentamente, siguiendo la fila de espectadores, llegó a la calle como en una nube, rememorando escenas y voces muy particulares, y de repente se vio parado ante la taquilla del teatro sin saber cómo había llegado hasta allí. Y por fin se le iluminó la cara; se acercó y preguntó si había aún entradas para el día siguiente, ultima representación. Compró la mejor de las que quedaban, un poco ladeada y en la séptima fila, pero la alegría no le cabía en el cuerpo.

Al día siguiente fue uno de los primeros en entrar. Esta vez acudió mucho mas acicalado que el día anterior, notando incluso como se le miraba desde algún palco. Tuvo tiempo para leerse el folleto y entender el tema que se desarrollaba en la obra y los últimos minutos antes de comenzar se le notaba nervioso y respirando profundamente para calmarse, algo que parecía imposible.
Por fin comenzó el espectáculo y para Pedro fue como si fuera la primera vez, con un exceso de entusiasmo asistió a las mismas escenas y de nuevo se le saltaban las lágrimas; incluso se sorprendió de no haber reparado en la espalda descubierta cuando la artista se viste de novia; una espalda perfecta, sin huesos exageradamente picudos, todo eran suaves redondeces y una piel lisa, sin imperfección alguna… Estuvo a punto de reír de placer; su entusiasmo casi le traiciona, así que al terminar fue el primero en levantarse del asiento y aplaudir, lo que hizo que la artista le mirase y sonriera notoriamente llevándose las manos a la boca y lanzándole el primer beso, esta vez con las dos manos; algo muy especial.

Esta vez Pedro estaba decidido; salió del teatro y se dirigió a la parte trasera a la espera de la soprano. Decidido pero nervioso esperó durante más de una hora hasta que la vio aparecer. Se quedó quieto, inmóvil y con las manos en los bolsillos que no se atrevió a sacar por no saber qué hacer con ellas. La observó desde apenas veinte metros, vestida de calle con una elegancia que pocas mujeres saben llevar, sus elegantes zapatos no dejaban ver sus hermosos pies, pero la falda dejaba ver la perfección de curvas de sus piernas. Ella saludó a algunas personas y en un giro de cabeza reparó en la presencia de Pedro; lo sonrió y se dirigió hacia él.

- He visto que te ha gustado. – dijo con acento extranjero.
- Sí, bastante. – contestó Pedro disimulando apenas su turbación.
- ¿Sabes si está lejos el Hotel Carrión?
- Está muy cerca de aquí, puedo acompañarla si lo desea…
- ¡De acuerdo! – y le cogió del brazo, siempre sonriente.

La turbación hizo que no salieran mas palabras de su boca, dieron unos pasos y Pedro pensó que tenía que decir algo, y mientras trataba de elegir frase llegaron a la esquina y apareció un hombre, moreno, alto, elegante que la miró y abrió los brazos. Ella se abalanzo sobre él y se fundieron en un fuerte abrazo. Tras unas palabras en un idioma ilegible ella se acercó a Pedro:

- Gracias, ya no hace falta que me acompañes. – y le dio un beso en la mejilla.

Pedro volvió a meterse las manos en los bolsillos del pantalón y observó a la pareja alejarse abrazados y felices. “¡Que injusta es la vida…”, pensó,”…para un hombre de catorce años!”
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