Libros Tito Carlos

jueves, 28 de mayo de 2009

Tres Mujeres

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Las tres mujeres, ya maduras pero aún no ancianas, se encuentran sentadas en un banco de la plaza. Casi todos los bancos están sombreados por los frondosos castaños de indias que se plantaron hace tiempo, pero son tantos los inmigrantes y ancianos que buscan descanso, que a diario Juana, al regresar de sus compras, ocupa uno de ellos con sus bolsas junto a ella hasta que llegan sus amigas.

La plaza la atraviesa mucha gente; el tráfico humano es considerable debido a la cantidad de tiendas y oficinas que la circundan y a la parada del autobús que lleva al centro de la ciudad, pero muchas de esas personas son conocidas por ser vecinos de la zona y deben pasar por allí para ir al mercado o a pasear a los perros. Cada persona conocida tiene sus leyendas urbanas; los asiduos a los programas de televisión rosas o de cotilleo han llevado esa filosofía a la calle, haciendo que Margarita, la del quinto del número 9, está liada con Anselmo, el del cuarto del número 7, porque sacan a los perros a la misma hora y charlan mientras dan la vuelta a la manzana. Si, si, lo han visto más de una vez. Y la pobre María, mujer de Anselmo, que no sabe nada. Y el marido de Margarita, claro, como nunca se les ve juntos, y la debe hacer poco caso, un día se va a enterar y alguien va a salir en los papeles.

Juana lleva viuda una década y no echa de menos a su marido; al menos eso dice, pero por el qué dirán va al cementerio una vez al año, y cuenta que al acostarse reza sus oraciones ante un crucifijo y la foto de su difunto, siendo su oración favorita: “Tu a tu tumba, yo a mi cama. Que te den por culo, hasta mañana.” Antonia, en cambio, con tan solo un lustro de viudedad, sí le echa de menos; siempre estuvo enamorada de él y espera encontrarle cuanto antes en el “Paraíso del Señor”; también reza sus oraciones, pero con mucha convicción, y siempre pidiendo a Dios que la lleve junto a su querido marido en la mayor brevedad posible. Luisa es la única de las tres que aún está casada con un hombre al que al parecer soporta porque de algo hay que vivir, y también reza sus oraciones; le pide a Dios que por lo menos la dé una década de viudedad, que siente muchos deseos de vivir la vida con, al menos, algo de intensidad.

A veces el destino juega malas pasadas. Los destinos de estas mujeres no se cruzaron; digamos que coincidieron casi en el tiempo. Todas estas cosas que voy a narrar sucedieron en una semana; los acontecimientos se desbocaron a una velocidad difícil de narrar, pero hay que intentarlo. Vamos a ello.

El día que Juana colocaba de mala gana un ramo de claveles en la tumba de su marido, se torció el tobillo y tuvo que ser atendida por el viudo de una tumba cercana que casualmente era un médico traumatólogo enviudado de una mujer de la alta sociedad, que acudía al cementerio con la misma fe que ella. La trasladó en su coche a urgencias y mostró su condición para atenderla personalmente. A pesar del dolor, esas caricias en su tobillo la llevaron al paraíso más terrenal que nos podamos imaginar. Lo mismo para el voluntarioso médico, al que la tierna mirada de Juana hizo multiplicar por diez el número de pulsaciones.

Esa misma mañana muere atropellado el marido de Luisa. Un caso de mala suerte, ya que fue un pequeño golpe lo justo para desequilibrarse y dar con la cabeza en el parachoques de un coche aparcado. Se rompió el cuello y murió de inmediato. Al llegar al hospital al que llevaron al accidentado, le recibió un hombre elegante, causante del atropello y con el ánimo por los suelos. No paraba de solicitar perdón y acabó siendo ella la que, muy solícita, trataba de calmarlo a él colocando su cara en el pecho y acariciándole la nuca con suavidad y cariño susurrándole palabras dulces.

Ese respeto llamado luto duró la semana transcurrida desde el óbito al funeral. Al día siguiente Juana y Luisa aparecieron maquilladas, con coloridos vestidos que mostraban su voluptuosidad; estaban radiantes, felices, y se contaban entre risas nerviosas sus nuevas adquisiciones amorosas ante la escandalizada Antonia, que no salía de su asombro. La alegría de sus amigas no cuadraba con la dignidad y decoro que debieran guardar las mujeres en su condición, y para colmo la incitaron a que buscara una aventura que la hiciera revivir, que no era bueno estar muerta en vida.

Cuando Antonia fue tentada por Luisa y Juana, quienes se regodeaban con cómo sería su vida con un hombre alto, guapo, y que de su edad tendría dinero y le trataría como una reina, y calentaría la cama…., comenzó a sudar. Era un sudor frío que la descomponía, y sin mediar palabra se levantó del banco y se dirigió a su portal. No paraba de pensar en lo que le contaron sus amigas y cada vez le costaba más trabajo respirar; era la escena de sus pecaminosas amigas haciéndole imaginar situaciones que desde que conoció a su marido no había tenido necesidad de imaginarse. La respiración era cada vez más costosa y ruidosa, y se sentó en un escalón entre descansillos. Mientras oía que alguien se acercaba, cayó desmayada.

Una cara angelical le daba la bienvenida y le advertía que a su alrededor estaban los suyos, todos aquellos que la acompañaron en vida y que merecían estar allí. Se lo imaginaba de otra forma, pero efectivamente vio a su madre bailando alegre ante la hilaridad de un corrillo de almas; pero apenas la saludó y siguió bailando. Su padre hablaba con unos muchachos jóvenes que le escuchaban con admiración, e hizo lo mismo; le saludó con una sonrisa y siguió la charla. Le sorprendía pero no le importaba, ya que sólo quería encontrar a su amado, y también lo vio.

Estaba rodeado de mujeres en una alegre conservación en la que de vez una de ellas se le acercaba con una descarada insinuación, pero ella fue directa hacia él con gritos de alegría por haberle encontrado, por fin juntos la eternidad. El hombre la detuvo colocándole la mano en el pecho y apartándole de nuevo, mientras con una sonrisa dijo: “El contrato era hasta que la muerte nos separe.”

De nuevo cayó en una honda contradicción interior al ver que las cosas no son como ella creía; cerró los ojos al sentir una fuerte presión en el corazón y al abrirlos estaba aún en la escalera con el vecino de al lado, el amable y guapo Raúl, apodado el ‘solitario’ por su acostumbrada soltería que la llamaba a gritos dándole tortitas en la cara. “Hola Raúl. Llévame a casa- dijo – te invito a un café.”

Desde entonces las tres radiantes viudas se reúnen una vez por semana en su banco para contarse lo acontecido en sus nuevas vidas, sus descubrimientos y sus nuevos quehaceres; incluso piensan en compartir nuevas experiencias.



NOTA: Las pinturas son de Raquel Tello.
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domingo, 24 de mayo de 2009

Evitar que suceda esto

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Javi y su pandilla se encuentran en un banco del parque; unos sentados y otros en pie discuten con preocupación la estrategia de esa noche. Cuando Toni va a encender un cigarro, Javi se lo quita de la boca y se lo queda.

- Esta noche no; déjalo para después. Tranquilízate-, le dice.

A unos diez metros del banco está la calzada por la que pasa un coche de policía; el conductor, al ver a Javi, frena y le hace una seña para que se acerque.

- ¿Cómo te fue anoche?
- Bien; pudimos hacerlo.

Toni paseaba nervioso en las cercanías del banco con una cajita en una mano.

- Parece que hoy le toca a Toni, por lo que veo.
- Sí. A ver que tal lo hace; está nervioso.
- De acuerdo; desapareceré de la zona hasta la una aproximadamente.

El coche arrancó y Javi se incorporó al corrillo informando del tiempo del que disponían. Parecía estar claro el reparto de esquinas para la vigilancia y deseando cariñosamente suerte a Toni se dirigieron al sector del barrio en el que transcurriría su plan. Según se acercaban al punto de acción se iban quedando vigilantes en cada esquina, hasta que Toni quedó solo bajo la luz de un pequeño farol y abrió la caja.

Colocó sobre el coche aparcado bajo el farol un MP4 y conectó unos pequeños altavoces. Hubiera preferido su guitarra, pero cargar con ese instrumento, en su funda, ya era bastante sospechoso, así que grabó la música y la cargó al aparto justo antes de salir de casa.

La música comenzó a fluir cortando el silencio en la oscuridad, y llegado el momento se puso a cantar una conocida canción romántica. Se encendieron algunas luces en algunas ventanas, y Toni se emocionó cuando por un balcón del segundo piso se dibujó la silueta de Silvia.

Estaba cantando la canción preferida de Silvia. También hubiera preferido cantar una canción de su creación dedicada a ella, pero siendo ésta la primera vez, no quería fallar; y no falló. Silvia sonreía emocionada, y cuando estuvo a punto de terminar le envió un beso.

En ese momento comenzó un griterío al principio de la calle. Javi venía corriendo y gritando junto a dos de sus camaradas, compañeros de fechorías.

-¡Vienen hacia aquí!- gritaba desaforado.

Toni cogió el MP4 y la caja y Javi los altavoces y salieron corriendo, no sin antes dedicar una sonrisa a Silvia.

Cuando los vigilantes de la sociedad general de autores llegaron, ya no pudieron hacer nada, salvo recibir los abucheos de los vecinos que salieron a sus balcones.

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jueves, 21 de mayo de 2009

Omar y el vino

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La asociación literaria y cultural Café Compás de Valladolid, cada año convoca un certamen de relatos cortos que deben girar alrededor de un tema específico y que está dotado de 3000 euros para el ganador. El tema de este año ha sido "In vino veritas" (en el vino está la verdad) y me presenté con el relato que expongo a continuación.

Mi admiración por el poeta Omar Jhayyám (Persia, Siglo XI) y su gusto por el vino y las mujeres, entre otras cosas (matemáticas, astronomía...), me hicieron crear esta corta historia sobre la inspiración procedente de la embriaguez del vino.

Obviamente no me encuentro entre los finalistas, y lo admito, ya que el prestigio y la calidad de los participantes suele ser muy elevada todos los años y yo no me creo a ese nivel. Pero lo intenté, y lo seguiré haciendo.

Bueno, como no he sido finalista, puedo publicarlo aquí.

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Omar, el poeta, sale de la mezquita con el espíritu limpio y renovado; es la quietud y el murmullo de las oraciones lo que le relaja y anima para continuar su vida diaria. Hoy puede ser un día hermoso; cenará en su jardín con Ayesha, su bienamada, y probablemente podrá disfrutar de su amor toda la noche, lo que hace notable en su rostro un gesto de felicidad.

En la puerta de casa le espera el fiel Ahmed, quien recoge su ropa de calle y le prepara otra más cómoda. Omar le pregunta por Tariq, el criado cuya misión es abastecer su hogar de los más hermosos placeres.

- Llegó hace una hora, Jhayyám.
- Sírveme entonces una jarra del nuevo vino.

El vino, el elixir más preciado por el poeta, ocupa gran parte de su creación literaria. En sus rubaiyat canta al vino por ser rejuvenecedor del cuerpo y del espíritu, por provocar un punto de embriaguez que le inspira y, por supuesto, un estado placentero en compañía de amantes y amigos.

Ahmed lleva una jarra y una copa, ambas de fino barro como le gusta a su señor, mientras Omar se acomoda en el jardín entre amplios almohadones de plumas. Cuidadosamente llena la copa de rosáceo líquido y se la ofrece a su amo, quien, como siempre, la toma en su mano de forma ritual y observa el color, aspira su aroma con los ojos cerrados y se la acerca a los labios.

Es entonces, al ver el rostro de aprobación por el nuevo vino, cuando Ahmed se reprocha un imperdonable olvido. Deja la bandeja con la jarra en la mesita y entra corriendo en la casa, va a su habitación y busca bajo el colchón; de ahí saca un cuaderno de hojas de papiro que se sujetan a las cubiertas con cuerdas enlazadas y recoge de su mesa un tintero y una pluma. Como si fuera su precioso tesoro acude en presencia de Omar Jhayyám.

Omar solo guarda sus rubaiyat en su memoria, o las escribe en una servilleta de tela que regala a una mujer o a un amigo; así que Ahmed se adjudica a sí mismo la misión de recopilar todas las que al menos se creen en su presencia.

Cuando llega al jardín Omar está paladeando el vino mientras mira la copa. Ahmed reconoce esa mirada y se apresura en abrir el tintero y deshacer los nudos del cuaderno; lo abre por una página en blanco y espera.

En ese momento apareció Tarik en el jardín. Iba a arreglar los rosales y a limpiar el suelo de pétalos. Mira a Omar y agacha la cabeza en forma de saludo y recibe por respuesta una sonrisa, la copa alzada y una rubay:

¡Bebe tu vino! Lograrás la vida eterna.
El vino es el único capaz de restituirte la juventud.

¡Divina estación de las rosas, el vino y los buenos amigos!
¡Goza del instante fugitivo que es tu vida!

Tarik le devolvió la sonrisa y siguió con su trabajo. Era indudable que le gustó el nuevo vino. Su trabajo le costó; días de camino de ida, días de camino de vuelta y ojo avizor para evitar robos. Pese al pecaminoso cargamento, Alá le ha protegido. Y Ahmed no para de escribir, debe hacerlo antes de que deba atender a su señor de nuevo para evitar el olvido. Nunca le pidió a Omar que repitiera una rubait, y una vez terminada la escritura se dirige de nuevo a su habitación, echa el secante sobre el papiro, y vuelve a llevárselo, ya que la presencia de Ayesha puede producir una nueva inspiración.

Ahmed se coloca en la puerta de casa, en un lugar en que ve la calle por donde llegará Ayesha y controla a Omar, quien pudiera necesitar algo; pero Omar está ensimismado, bebe y sonríe, mira al cielo y a las flores, paladea y mira el vino entusiasmado. Mientras vuelve a llenar la copa, Ahmed divisa a Ayesha que se acerca pausadamente a la casa, y lo advierte a su amo.

Omar se pone en pié sin dejar de mirar el interior de la copa y se acerca al porche saludando de nuevo a Tariq de la misma forma de antes; una sonrisa mientras alza la copa.

Ahora Ahmed duda de que Omar, el gran poeta Omar Jhayyám, sepa atender a Ayesha como se merece y cree que la visita será breve; muy breve. Agacha la cabeza como saludo a la hermosa mujer cuando franquea la puerta y la acompaña al porche del jardín, donde Omar la espera.

Los hermosos ojos de Ayesha se clavan en los de Omar, quien sin dejar de mirarla posa la copa sobre el alféizar de una ventana mientras ella se descuelga el velo dejando ver sus labios y alza los brazos procediendo a quitarse los adornos de seda que hay sobre su cabeza. Junto a ella Ahmed recoge toda la ropa y adornos que ella se va quitando y al terminar repara de nuevo en la expresión del poeta. Discretamente se aparta y entra en la casa; deja todas las cosas de Ayesha sobre un mueble y toma de nuevo los manuscritos.

Cuando llega al porche Omar se está acercando lentamente a Ayesha; pone una mano sobre su brazo mientras la acaricia el pelo que yace suelto sobre hombros y espalda, y justo cuando Ahmed ha introducido la pluma en el tintero nace la segunda rubay del día:

Este mundo es un rosedal.
Nos visitan las mariposas
y los ruiseñores nos regalan música.

Cuando no hay ni rosas ni jardines,
las estrellas son mis rosas,
tus cabellos, mi vergel.

Ayesha sonríe; no es la primera rubay que le dedica, pero esta es especialmente bella. Se da cuenta que Tariq se encuentra en el jardín, cerca de ella y le llama.

- ¡Tariq! ¿De dónde has traído este vino?
- De muy lejos, señora, se lo compré a un monje, gordo y discreto, cristiano de Castilla en el puerto de Gadir.
- ¿Te habló de las excelencias de su vino?
- Me aseguró ser el mejor, y señalando al cielo con el índice de su mano derecha me dijo algo así como “in vino veritas”.
- Cuídalo – dijo sin dejar de mirar a Omar.

Ahmed y Tariq se retiran, y Omar y Ayeshan se abrazan y se funden en un apasionado beso.

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NOTA: Hay mucho sobre este poeta en la red, pero si deseáis un ejemplo, clicad aquí.

jueves, 14 de mayo de 2009

El Final

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Está tumbado boca arriba en la cama del hospital; por su abierta boca exhala aire de forma irregular y un sudor frío llena su cara de pequeñas gotas que Andrés le seca cuidadosamente con un paño y con mucho miedo a que se despierte, ya que la sedación es muy pequeña.

No para de mirar el suero ni el aparato que cada treinta segundos inyecta el sedante; quiere controlarlo por si a esas horas la única enfermera de la planta se retrasa en su ronda. Siente terror a que su padre se despierte. Cada vez que lo hace balbucea palabras ininteligibles, se pone muy nervioso porque le puede el dolor e intenta arrancarse las gafas nasales y la vía del brazo. Tiene que estar lo más sedado posible, pero se niegan a subir la dosis.

Andrés observa a su padre y trata de recordarle cuando estaba bien. Apenas cuatro horas antes en que entró al hospital por su propio pie, con un dolor en el pecho más fuerte que el habitual, según él mismo contaba, pero que no era nada importante. Y de ahí comenzó a pasar la película de su vida con él en dirección contraria al tiempo; como desandar lo andado. Recordó los buenos momentos, la ilusión del nacimiento de sus nietos, su boda, en la que él era el padrino…, y los malos momentos, aquellos que acabaron en fuertes discusiones por cosas que ahora las veía inútiles. Le quería.

A su padre le costaba aceptar la ayuda de los demás, lo que hacía que Andrés tenía que esforzarse por estar al tanto de su salud, con visitas esporádicas o cuando su madre conseguía llamarle por teléfono a escondidas y le informaba de su estado. Su madre, sesenta años con su padre, siempre ha estado a su lado; no recuerda ninguna ocasión en que se hayan separado. Esta era la primera vez.

Andrés recibió la llamada de su propio padre, lo que le asustó más de lo normal, y además no quiso que le acompañara su madre. La excusa era su avanzada edad y que temía que esta vez, y a esas horas, tardarían demasiado en atenderle como para tener a su madre por los pasillos o sentada en una silla. Ahora sabía que no era por eso.

Se despertó y trató de calmarlo. Le engañó con la hora haciéndole ver que llevaba muy poco tiempo en la cama y diciéndole que habló con su madre y que estaba tranquila; que pasaría la noche con su hermana, pero movía la cabeza con nerviosismo y no tuvo más remedio que llamar a la enfermera, quien le tranquilizó con la mentira de que el médico estaba a punto de llegar.

El médico ya había estado y le contó que no había nada que hacer. No había medicación para tantos males; lo que arreglaba el riñón fastidiaba el maltrecho hígado, si le medicaban para el hígado fallaría el corazón y los pulmones le funcionaban en un porcentaje muy pequeño. Sólo quedaba esperar. Andrés le dio a entender que era preferible acortar la agonía acelerando el final, pero el médico no quería ir a la cárcel, según sus palabras, y el férreo control de medicamentos impedía engañar a la administración. Así que como una dosis mayor de sedante pararían el corazón, se le inyectaban muy pequeñas dosis cada corto tiempo a través de un aparato cuya pequeña manipulación acabaría con todo en segundos. Pero eso era ilegal, y nadie iba a realizar la buena acción del día, si era mala a ojos de la administración.

De vez en cuando, en los cortos espacios de tranquilidad, Andrés lloraba en silencio. No creía que su padre pudiera verle, pero por si acaso se giraba y secaba las lágrimas rápidamente, y regresaba a su lado, viendo cómo poco a poco las facciones de la cara de su padre se relajaban. Pero, de repente, el anciano apretó la mano de su hijo y comenzó a respirar ruidosamente. Abrió los ojos, asustado, e intentó incorporarse luchando contra la presión de Andrés que lo impedía, pidiéndole tranquilidad, que no pasaba nada, y mezclando sus lágrimas, esta vez sí, con el frío sudor que empapaba su cuerpo. Fueron tan solo unos segundos que a Andrés se le hicieron infinitos, pero aguantó aún unos minutos más besando desconsoladamente la mano de su padre.

Al regresar, su madre ya había recibido la noticia y estaba arropada por el resto de la familia. Le recibió en el pasillo de la casa y miró a Andrés a los ojos haciéndole una pregunta y buscando la respuesta con ansiedad. “Tranquila mamá, - le dijo – no ha sufrido nada” y con una leve sonrisa regresó al salón con la familia.



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viernes, 8 de mayo de 2009

Felices sueños

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La niña ya se había lavado escrupulosamente los dientes y puesto el pijama. Colocó ropa, libros y cuadernos que tendría que llevarse al día siguiente y guardó los juguetes que quedaban esparcidos sobre la cama; comprobó que todos sus lápices estaban en su vasito y que sobre el suelo no quedaba nada fuera de su sitio. Hecho todo esto se descalzó colocando cuidadosamente sus zapatillas a los pies de la cama y se coló bajo la sábana; sacó el embozo sobre la manta y se tapó hasta la barbilla.

- ¡Yaaa estoooy! – gritó lo más fuerte que pudo.

Enseguida escuchó pasos por el pasillo; pasos que se arrastraban con una cadencia desigual, como si se dieran pasos largos y cortos alternativamente. Se abrió la puerta y entró la abuela con paso bamboleante, algo agachada y despeinada, pero con su sonrisa a juego con los vivos colores de la ropa que vestía. Bajo esa hermosa sonrisa traía un gran libro abrazado sobre su pecho de forma que no se viera el título, aunque por sus viejos colores se intuía un hermoso cuento, de esos que solo las abuelas saben contar.

- ¿Hiciste los deberes?
– Si, abuela.
– ¿Te lavaste los dientes?
– Si, abuela.
- Como poco te mereces un beso.

Y se agachó, no sin esfuerzo, a darle un húmedo beso en la frente. Se acercó a la cama la silla del escritorio y se sentó en ella mientras colocaba sobre la punta de su nariz las gafas que llevaba colgadas al cuello. De forma parsimoniosa abrió el libro, mojó el dedo índice con su lengua y pasó varias páginas hasta llegar a la que buscaba.

- ¿Estás lista?

La niña afirmó con la cabeza y posó sus ojos sobre aquella mágica mujer que con su voz mecía sus sueños todas las noches que a su corta edad podía recordar; y comenzó a leer.

Los sobrinos del Pato Donald desaparecieron de la pared tras una suave bruma que acabó difuminando las librerías, la mesa y la ventana de la habitación. La puerta del armario se convirtió en la puerta de una vieja casa de la que salía un hilo de humo por la pequeña chimenea. La abuela estaba ahora sentada sobre una roca en medio de un tenebroso bosque cuyos árboles apenas se adivinaban tras la niebla, y junto a ella un riachuelo confundía el ruido de sus cascaditas con el de los pájaros y grillos.

La abuela leía sujetando el libro con una mano mientras con la otra hacía movimientos como dirigiendo una orquesta, pero que en realidad dirigía toda la acción que surgía a su alrededor. Las facciones de su cara, la expresión de sus ojos y hasta la posición de sus cejas cambiaban con cada tipo de escena; silencio, turbación, asombro, terror, paz… A sus órdenes aparecían cervatillos en desesperada huida, búhos a la caza de gazapos asustados o caballeros armados sobre enormes caballos que se enzarzaban en golpes de espada produciendo cegadoras chispas a cada andanada, brujas que conjuraban a gritos y devolvían el silencio al bosque. Se raptaron y liberaron princesas de las garras de monstruos creados por tétricos magos mientras los elfos saltaban de rama en rama trasladando noticias a lejanos reinos.

Fieros lobos se agrupaban planeando el próximo asalto cuando aparecieron las buenas gentes del pueblo armadas hasta los dientes para defender sus rebaños con ayuda del mago bueno. Los dragones sobrevolaban el castillo del rey lanzando llamaradas a las almenas desde las que les asaeteaban, y de pronto llega una luz suave y tenue que acompañaba a una nube de hadas que vinieron en auxilio de su rey, y la más hermosa de ellas se acercó en leve vuelo, la besó en la mejilla y suavemente la cerró los ojos, sumiéndola en un placentero sueño.

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martes, 5 de mayo de 2009

Buenas Noches

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Lo que son las casualidades. Siempre había considerado a mis tíos los más sanos del mundo; cosa rara con esa pareja de hijos que tenían, pero enfermaron estando mis primos en Canadá en viaje fin de estudios. No se podían haber ido más lejos.

Nada grave, una gripe de caballo que no les dejaba salir de la cama, pero no podían estar solos. Allá que fui yo para echar una mano, ya que era el único con tiempo libre, para hacerles la compra, la cena… y ya de paso quedarme a dormir; ¡total, para volver al día siguiente!

Me pareció lógico elegir la habitación de mi primo, por ser los dos varones, que mis tíos no piensen nada raro, y ahí dejé mis cosas, en los pocos huecos que quedaban en el desastroso habitáculo. Ojalá me hubiera dado cuenta antes, pero no volví a entrar hasta la hora de acostarme, ya tarde para andar cambiando de idea. No puedo decir el color de las paredes; posters, banderitas, recortes de revistas… tapaban paredes y techo sin dejar un hueco libre ni para una chincheta. Era increíble.

Desde pequeño tengo que tener una pequeña luz en mi habitación; supongo que una mala costumbre inculcada por mis padres que no me he sabido quitar, así que encendí un pequeño flexo apuntando a una pared y me dispuse a pasar la primera noche. La cama está pegada a una pared, como suele ser normal, y como primera posición, costumbre en mí, me acosté encarado a esa pared, de espaldas al resto del mundo.

Entreabrí los ojos, y ante mí había una sonriente calavera en cuyos huecos oculares unos puntitos blancos me hacían creer que me miraba fijamente. ¿Cómo se le ocurrió a mi primo poner semejante dibujo a la altura de la almohada? ¡Está loco! Aparté mi cara del rostro del finado pero eso no era suficiente; era como si su mirada se clavara como alfileres en mis ojos, y decidí ponerme boca arriba. No podía creerlo.

El techo estaba lleno de páginas dobles de revistas con fotos de exuberantes mujeres en todas las posiciones conocidas. No pude sino abrir los ojos todo lo que pude tratando de captar los más ínfimos detalles de aquellas bellezas plasmadas en el lejano techo. Cuando noté que las contorsiones de cuello y cuerpo me harían crujir alguna vértebra, decidí pensar en mis tíos, a ser posible desnudos, para bajarme la libido que estaba pegada al techo junto a las mozas. No era cuestión de manchar la cama del primo, que siendo varón, adivinaría la procedencia de las manchas. Me volví de nuevo, esta vez hacia el otro lado de la cama.

Cerré los ojos con fuerza tratando de pensar en exámenes, tormentas, el polo norte, algo que me enfriara definitivamente, cuando lo que debiera haber hecho desde el principio era abrirlos hacia la pared de enfrente. Carteles anunciantes de grupos heavies poblaban esa banda; babosos monstruos comiendo guitarras, guerreros góticos con su especie de hachas ensangrentadas, caras pintadas de blanco sobre fondo negro con el único fin de aterrorizar… y sonó un aviso en mi móvil: era la hora de las pastillas para mis tíos.

A la vuelta al cuarto de los horrores, entré y cerré la puerta. Apoyé mi frente sobre ésta y decidí ir a la cama con los ojos cerrados. Cualquier cosa menos apagar la luz, pero antes abrí los ojos un momento y ¡cielos!, la puerta estaba forrada con un cartel de Connan El Bárbaro a tamaño natural con la peor expresión en su cara, y en la pared de al lado, la que tapa la puerta al estar abierta otro más grande del monstruo de Frankenstein con la intención de agarrarme del cuello.

Al sonar el despertador estaba en el sofá del salón con uno o dos dolores en cada uno de los centímetros cúbicos de mi cuerpo. Me levanté trabajosamente y desayuné un litro de café; quería que mis tíos me vieran fresco, no les iba a contar la noche toledana que había pasado, pero no volvería a dormir en esa habitación.

A la siguiente noche, más cansado que después de dos días de farra, les dije a mis tíos que dormiría en la habitación de mi prima, más cercana a la suya, y desde allí oiría con toda seguridad sus voces si necesitaban algo. Les pareció bien, así que les di las buenas noches y recogí mis cosas de la cueva en que traté de dormir la noche anterior y me despedí de Kiss, de Iron Maiden, de las chicas del tejado, de Connan, del monstruo de Frankenstein y de todo cara plana que encontré en ese horrendo lugar. Pasé a la habitación de mi prima y cansadísimo me senté sobre su cama. Se me cayó el alma a los pies.


La habitación estaba llena de muñecos de todos los sexos, razas, tamaños y categoría animal. Unos lloraban, otros reían, tenían actitud de correr o de fumarse un cigarro, muñecas de esas duras y estáticas de mirada fija, sobre la mesa, sobre estantes exprofeso para ello, los más pequeños dentro de un saquito de malla colgando del techo, los más grandes, del tamaño de un niño de diez años, en pie junto a la cama y junto a la puerta… Lo más variopinto que se haya podido ver en muñecos, pero todos con algo en común: ¡Todos me estaban mirando!

Unos golpecitos me despertaron. Tenía los ojos llorosos y moqueaba copiosamente; el dolor de cabeza me tenía medio ciego y apenas pude mirar fuera de la manta.

- ¿Qué haces durmiendo en el sofá? – dijo mi tío.
- Quiero irme a mi casa, – dije lloroso – creo que pillé la gripe.

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P.D.: Esto no me ha sucedido a mí; he recreado una situación en la que mezclo mi antigua habitación, cualquiera de las de mis hijos y la de una de mis sobrinas-nietas. Recuerdo a sobrinos que se negaban a entrar, mucho menos dormir, en cualquiera de estas habitaciones.

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