Libros Tito Carlos

viernes, 25 de septiembre de 2009

Imposible misión




Considérenme si quieren el responsable de esta catástrofe, pero se que no soy el único. El sistema ha hecho lo suyo también: tantas órdenes concretas dirigidas a personas de poco seso solo pueden traer problemas; si no hubiera topado con ellas habría llegado a tiempo.

Es cierto que debiera haber salido de casa mucho antes sabiendo la importancia de esta misión, pero me lo impidieron circunstancias familiares… Si, está bien, la despedida de mi mujer fue un poco larga, pero usted habría hecho lo mismo. De todas formas el tráfico no podía ser peor; otros días a esa hora no recuerdo que hubiera tanto coche en la avenida como hoy.

Si, ya se, debí preverlo con tiempo, pero no pensé ni en el arrebato amoroso de mi esposa ni en el tráfico. Pensé que corriendo un poco sería más que suficiente, pero no lo fue. Y todo por cinco minutos. Ni siquiera cinco minutos de flexibilidad, cuando con un poco de comprensión a pesar de todo lo demás, no habría pasado nada. Pero me topé con el guardia de la entrada de coches, ese que me ve entrar todos los días a distintas horas pero nunca se ha preguntado cual era mi trabajo. “Estamos en cubrimiento de seguridad…”, me decía, y no atendía a razones. “Nadie puede entrar hasta dentro de tres horas.”- “Pero oiga yo…”- “No insista, es la orden que tengo.” Comencé a ver el fracaso de mi misión.

Marcha atrás, casi me estrello, y dejé el coche tirado un poco más allá. Me dirigí a la entrada de personal y me pasó exactamente lo mismo. El ‘mente de pez’ de la puerta actuaba como un robot, y encima con un cuerpo de más de 110 kilos y dos metros de altura que casi estalla la camisa me empujaba de mala manera hacia las escaleras de salida… ¡casi me mata el muy…!

Bueno, yo solo salí una vez del recinto por la verja del callejón, ¿eh?, me lo enseñaron los muchachos, para escaquearnos un poco, tomar unas copas y eso… pero no he abusado de ello. Lo prometo. El caso es que con un poco de contorsionismo logré entrar al recinto. Ahora debía ir al edificio principal, cambiarme de ropa…, en fin, la rutina de otras veces. Todavía había tiempo, pero aún un tropiezo más: en un pasillo en que nunca, nunca, hay un vigilante, aparece uno gordo que en vez de saludarme me pide que le acompañe, que estoy en zona prohibida, y que debo salir. Trato de identificarme pero no me deja hablar, hago ademán de hacerle caso pero echo a correr por otro pasillo. Ahora mis intenciones son otras.

Bajo a trompicones hasta el sótano. Allí estoy seguro de que no me encuentran; se cómo esconderme y cómo salir de allí. Ahora no quiero pasar por ningún departamento, solo debo llegar a la torre, donde al parecer está todo aquel que me conoce, pero a la salida tropiezo con un hombre armado. Esto lo cambia todo; además de peligrar mi misión, también peligra mi vida. Deben haber indicado por radio que un intruso ronda por el edificio y lo bloquean en serio. Así que corro de nuevo al sótano y me escondo para pensar.

Me imaginé dos opciones; ambas pasaban por subir a la terraza. Desde allí intentar hacer señas a la torre, que aunque está a más de cien metros, alguien puede identificarme. La otra opción sería deslizarme como se me ocurriera por la fachada posterior. En esa fachada no hay salida alguna de personal, por lo que era probable que no vigilara nadie. Después de todo son solo siete pisos.

Conozco un vericueto por el que se llaga del sótano a la segunda planta. Esta gente nueva que vigila no lo conoce, ¡seguro!, así que me lanzo por los pasillos, saltos por patios interiores, escalera de pared y una vez en la planta subo a pie, por seguridad, hasta la azotea.

Arranqué el cable de antena para asegurarlo a una de las chimeneas mientras gritaba como un poseso mirando a la torre. Lo hacía sin parar, saltando mientras anudaba el cable. Ya suponía que esta llamada de atención también alertaría a mis perseguidores, pero debía hacerlo, y si llegaban a la azotea, tendría que lanzarme por el cable que caía por la fachada.

Pero no los vi venir. Aparecieron dos energúmenos que comenzaron a golpearme, quería gritarles algo pero me callaban la boca con puños y pies. Me ataron las manos a la espalda y al ponerme en pié un estruendo nos hizo estremecer. A unos mil metros una masa de humo, espesa como una nube, crecía a ras del suelo y se expandía por los lados mientras por su centro un enorme cohete se elevaba con aparente suavidad a los cielos. Nos quedamos quietos y callados observando el espectáculo; yo quería llorar en ese momento, pero lo impedía mi desesperación; estaba abatido.

Uno de los gorilas, anonadado por lo que veían sus ojos, dijo con voz suave: “¡Qué maravilla…!”. “¿Maravilla?”, le repliqué, “¡Soy el piloto!”.


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NOTA: Foto tomada prestada del blog "Antiblog Político" donde se muestra la detención de un manifestante mejicano en 1968.



jueves, 17 de septiembre de 2009

El cazador.





Soy cazador, y considero esta actividad como una guerra silenciosa entre cazador y presa que solo puede terminar con un disparo. Tras el disparo hay un vencedor y un vencido; el vencido puede perder la vida o quedar herido en su orgullo; el vencedor conserva la vida o gana una pieza.

He matado ciervos, jabalíes, osos, lobos… y siempre he procurado hacerlo en distancias cortas, acechando silenciosamente, mimetizado, y cuando tengo el arma encarada, con la seguridad de triunfar de nuevo, hago un pequeño ruido para que la victima me mire, y en ese instante en que nos miramos a los ojos, disparo. Quiero que se considere vencido antes de morir; que sepa por qué muere, que tenga sentido su último suspiro.

He aguantado la mirada de todos esos animales, pero la mirada de Paca me desarma desde el día que la conocí. A veces está mirando al infinito por la ventana de la cocina, y se que aún piensa en él. Quizá debiera ponerme celoso pero al notar mi presencia me mira, sonríe, y se disipan mis dudas. Sé que sus besos son solo para mí, y solo yo disfruto de su cuerpo; valioso premio por cuidar de ella y de sus hijas.

Era la mujer de Juan, el alcalde republicano del pueblo. Yo no comulgaba con sus ideas, pero nuestra relación era afectiva y fluida; nos visitábamos, discutíamos a la sombra de un vaso de vino y nos ayudábamos a la hora de llevar a cabo algún mandato municipal nuevo. Y todo ello para ver a Paca de cerca, contar con su mirada y la visión de su cuerpo, su sonrisa, su voz… pero estaba muy lejos de poder ser alcanzada de forma natural, con su aceptación y su amor.

También soy el mayor terrateniente de la comarca, lo que me hace ser respetado y conocido mas allá de sus fronteras, y muchas de las noticias del exterior llegan primero a mí antes que al resto de los habitantes del pueblo, por eso acudí a echar una mano a Juan cuando me llegaron noticias de los acontecimientos bélicos en la zona.

- Juan, debes irte, las tropas republicanas se retiran y pronto entrarán tus enemigos al pueblo.
- Pero… ¿A dónde voy con mi familia? – me respondió – La frontera está lejos…
- Debes irte solo, no puedes arrastrar a Paca y a las niñas. Mira, esa gente me respetará a mí y no las pasará nada, te lo prometo. Ve a esconderte a la cabaña de caza que tengo en el valle, la que está alejada del río y del camino. Te haré llegar comida, y con el tiempo podrás regresar.

Aceptó la idea y se marchó rápidamente; y por fin Paca me regaló un abrazo.

Paca y las niñas vinieron a mi casa y las protegí en todo momento, lo que hizo que el corazón de Paca se ablandara y cayera a mis brazos un año más tarde. Podría haberla dicho que Juan murió, pero temí el maldito luto y que se alejara físicamente, por lo que decidí aceptar que ella pensara en él de vez en cuando, en cómo sería su vida allá donde estuviera, mientras no interfiriera en nuestra relación; relación que fructificó en el nacimiento de dos estupendos varones.

Me está eternamente agradecida, por defenderla, por defender y cuidar a sus niñas, por cuidar de Juan hasta que le dije que tuvo que huir más lejos y no supimos más de él… A veces me acaricia los cabellos y me sonríe, y un inmenso placer recorre mi cuerpo cuando clava su mirada en la mía haciéndome sucumbir a sus deseos.

Es la única mirada que me vence, ni la de los ciervos, ni la de los osos, ni siquiera la de Juan cuando descargué mi escopeta sobre su rostro…

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NOTA: Fotografía denominada "El cazador" de autor español anónimo y fechada hacia 1930. Encontrada en el blog "Colección de Fotografía Antigua" de Alonso Robisco.



miércoles, 9 de septiembre de 2009

El espía de Cazorla.




La ciudad de Cazorla se encuentra en la frontera del imperio árabe, y el Islam debe hacer todo lo posible por defenderla, ya que es una plaza crucial para los cristianos si quieren llegar a Granada. Llevan muchos años defendiéndola de los continuos ataques cristianos con su potente muralla y la ayuda militar recibida de los castillos de La Yedra y de Las Cinco Esquinas, pero no sería posible sin la ayuda de la población, quien en nombre de Alá sacrifica sus vidas y las de sus familias por la defensa de la religión verdadera.

Para poder mantener ese espíritu en los fieles, una de las decisiones tomadas por los mandatarios islámicos fue enviar un califa de forma casi permanente que mantuviera a la población prevenida y adiestrada, ejerciendo su poder único para interpretar las leyes del Corán, pero Abdul no parece muy conforme con su comportamiento.

Abdul fue un alumno aventajado en la escuela ismaelita y aunque los discursos del califa son excelentes y muy convincentes, sus cotidianas salidas a zona cristiana para, según él, estudiar y vigilar el terreno, no le convencen. No se rodea de los sabios para asesorarse antes de emitir un juicio, sino que lo hace de rudos esbirros que le siguen en sus salidas y con los que se reúne a puerta cerrada. Así que envió un mensaje al Maestro de los ismaelitas, informando del dudoso comportamiento del califa, tal y como se le ordenó al finalizar sus estudios: ejercer siempre la función de vigilancia de que se siguen los mandatos de Alá al pié de la letra, es decir ser espía del Maestro, y recaudar fondos para su orden.

Eso fue meses atrás y no había respuesta alguna. Se retrasó la entrega de la recaudación y no se atrevía a enviar tal cantidad con mensajero, por muy fiel que fuera, y llevaba días dudando si enviar de nuevo el mensaje. Un día, de regreso a su humilde hogar a última hora de la tarde, llamaron a su puerta. Un hombre de larga barba, de estatura mediana y con vestimentas de viajero franqueó la puerta nada más abrirse.

- Abdul, recibimos tu llamada.

Abdul respiró aliviado, ya que por un momento pensó en algún ladrón que le atacaba en su propia casa aprovechando la primera hora de oscuridad. Cerró la puerta con premura y ofreció comida y agua al recién llegado, quien la aceptó amablemente. No quiso dar su nombre y apenas hablaba; solo dijo que llegaría en breve un compañero de viaje, que como él, lo haría entrada la noche para no ser visto. Rezaron las últimas oraciones y durmieron.

A la mañana siguiente, tras las abluciones, el viajero pidió a Abdul que se comportara de la forma habitual para que nadie sospechara que tenía huéspedes; así que visitó el mercado de frutas, la mezquita y a su amigo el fabricante de calzado. Al regresar a su casa, el enigmático viajero estaba relajado, leyendo el Corán sobre un diván.

- Abdul, -dijo- dame algo de comer mientras hablamos.

Compartió con él los pocos manjares de los que disponía, ya que no pudo comprar más para evitar sospechas, y esperó impaciente a que hablara.

- Al parecer, el Maestro ya había recibido sospechas del califa de Cazorla, pero ninguna certeza. Con tu mensaje le hemos espiado de cerca y le hemos informado. El califa tiene contactos con los infieles, probablemente negociando la rendición de Cazorla. Esta noche vendrá de Alamut un mensajero y le pedirá audiencia en nombre del visir Persa.

Abdul quedó contento por haber sido atendidas sus pesquisas por el mismísimo Maestro, y sonrió. En sus oraciones agradeció a Alá su bienaventuranza y siguió ofreciéndose a Él en la lucha por el mantenimiento de la verdad. Y al oscurecer, llegó el segundo viajero, tan polvoriento como el anterior y con un notable equipaje a la espalda.

Era joven, no parecía guerrero de la orden ismaelita del Maestro y apenas hablaba. Saludó a la manera islámica y abrazó sonriente a Abdul. Sus ojos estaban invadidos por la emoción y se le notaba bastante nervioso, pero muy decidido a cumplir su misión con entusiasmo. Comieron, bebieron y rezaron las oraciones.

- Abdul, - dijo el primer visitante, - antes del amanecer mi compañero saldrá de tu casa e irá a la entrada de la ciudad para hacer creer que llega de viaje. Pedirá audiencia al califa y le entregará el mensaje. A partir de mañana cambiarán las cosas; ya lo verás.

Cuando Abdul despertó, el mensajero estaba vestido de gala; ahora sí parecía el mensajero de un gran personaje, con su hermoso turbante y su espada, su faja roja y mocasines dorados. Esta vez se mostraba tranquilo y ya había rezado sus oraciones; tomó unas frutas y bebió agua, y se fundieron los tres en un fuerte abrazo antes de que partiera.

La mañana transcurrió tranquila. Abdul visitó de nuevo a su amigo el fabricante de calzado, quien le informó de la visita de un elegante extranjero al califa, que le recibiría durante la comida, ya que salía de la ciudad con sus esbirros a visitar los campamentos exteriores.

- Era un elegante mensajero, – dijo el amigo – no debía hacerlo esperar.
- Quizá el mensaje no era importante.- Contestó Abdul, quitando importancia.

Al regresar, el primer mensajero aún estaba en su casa, esta vez, impaciente. Abdul le informó que aún el califa no había recibido al mensajero, y que al parecer esperaría a la hora de la comida. Probablemente comerían juntos, como solía hacer el califa con los visitantes.

- Abdul, debo irme en cuanto mi compañero cumpla su misión, pues debo ser yo quien informe al Maestro de su cumplimiento. – Dijo con nerviosismo. – Tenme preparada la recaudación para la orden, y me iré cuando sepamos el resultado de la misión.

Y así lo hizo. Le entregó una pesada bolsa de cuero repleta de monedas y se dispusieron a comer, cuando un griterío los sobresaltó.

- ¡Misión cumplida! – dijo el viajero. Abrazó fuertemente a Abdul, recogió su pequeño equipaje y se dispuso a salir de la casa. – Nunca cuentes lo que de verdad ha ocurrido.

Y desapareció entre la aturdida multitud que corría por las calles.

Hasta su casa llegó el fabricante de calzado quien, jadeante, informó a Abdul de lo ocurrido en el palacio del califa. Cuando el mensajero logró la audiencia y se encontraba ante el califa, al ir a abrazarlo cortésmente, éste sacó su espada e hizo rodar la cabeza del califa a los pies de sus esbirros, quienes acabaron con el mensajero inmediatamente.

Abdul nunca quiso pertenecer al ejército de la orden ismaelita. No se sentía capaz de soportar la disciplina, el aislamiento y la castidad exigidas, y nunca creyó las leyendas de los guerreros suicidas del Maestro, el Viejo de la Montaña, instruidos en el inexpugnable castillo de Alamut.

Ahora comenzó a creer.



miércoles, 2 de septiembre de 2009

Premio de Autores Reunidos: El dibujante mágico





Ya os he contado que colaboro en el blog de Autores Reunidos. El administrador del blog propone un genero y un tema, y los colaboradores publicamos una narración basada en esa propuesta; puntuamos cada una de ellas y se otroga un premio a las más votadas.

Esta vez el tema era un cuento de género infantil. Nunca lo había intentado, y de hecho, como en otras ocasiones, una vez iniciada la idea no sabía como terminarla. En este caso acabé borrándola, pero estoy en el grupo de los más votados

Muchas gracias a todos los que me votaron, y a mis lectores les animo a visitar el blog deAutores Reunidos para deleitarse con narraciones de muy buena calidad.

Y ahora, os presento el relato de mi colección que ha sido galardonado: El dibujante mágico.



- ¡Niños! –gritó la maestra- ¡Atiéndanme!

Los niños se callaron obedientemente y observaron desde sus pupitres a la joven maestra.

- Vamos a intentar dibujar cada uno de nosotros un globo; como los que vemos en las ferias. El globo más bonito lo pondremos en la pared como parte de un mural que iremos haciendo día a día. ¿Lo habéis entendido?
-¡Siiiiiiii!- contestaron los niños

Juanito dibujó un globo con mucho detalle, se veía el nudo para que no se escapara el gas (porque era de gas, como en la feria) y una cuerdecita para sujetarlo y que no se escapara. Ocupaba todo el papel y decidió que tenía que ser rojo. Cuando terminó de colorearlo sujetó el papel con las dos manos y contempló su dibujo. Ante su asombro, el globo salió flotando del papel y se escapó por la ventana.

Al parecer nadie lo había visto; solo él fue testigo de tan asombroso caso y quedó atónito mirando el globo hasta que desapareció tras unos árboles. En ese momento la maestra le dio unos golpecitos en el hombro.

-Juanito, ¿Dónde está tu globo?- preguntó.
-Voló por la ventana- respondió. El aula se llenó de muchas risas.

La maestra le enganchó de una oreja y casi en volandas lo llevó al rincón.

-Está muy feo que desobedezcas, –dijo- pero está peor que me faltes al respeto. Estate mirando a la pared hasta que termine la clase.

Juanito regresó a casa pensando en el globo y muy arrepentido de contar a la maestra cosas increíbles si uno no las ve. Decidió no contárselo a sus padres y, ya en su habitación, cogió un papel en blanco y se puso a pensar en qué dibujaría ahora. Se tocó la oreja sin querer y recordó el doloroso tirón de la maestra, que por cierto, vivía en la casa de enfrente. Entonces decidió vengarse.

Dibujó un clavo, también con mucho detalle, dejando claro que la punta estaba muy afilada. Cuando terminó sacudió el papel y de allí salió un clavo tintineando mientras rebotaba por el suelo; lo recogió y salió a la calle, buscó el coche de la maestra y colocó el clavo bajo la rueda de forma que se clavara al arrancar.

A la mañana siguiente, como la maestra tardaba en llegar, hubo mucho jaleo en clase, y nadie reparó que Juanito llenaba un folio de puntitos negros, muchos puntitos negros y que sacudió el papel en la silla de la maestra, regresando a su pupitre con el papel en blanco.

Al llegar, la maestra se disculpó por la tardanza y se sentó en la silla muy apurada.

- ¿Os acordáis que vamos a hacer un mural?- dijo.
- ¡Siiiii! – respondieron los niños.
- Vamos a poner el globo que ha dibujado Laura, por ser el más bonito de todos.- dijo la maestra, y se levantó para colocar un globo rosita en un lugar estratégico de la pared. Su falda blanca apareció con una gran mancha negra en la parte de atrás, lo que provocó un ‘¡Halaaaa!’ generalizado en los niños. La propia Laurita informó a la maestra del estado de su falda, y salió del aula ante el regocijo de unos cuantos alumnos.

Unos momentos después entró la directora y los mandó callar. Vio el estado de la silla y se la llevó de nuevo para limpiarla, pero regresó en seguida.

- Mientras vuestra maestra va a casa a cambiarse de ropa, vamos a realizar el siguiente dibujo del mural: un pájaro. Por supuesto, volando. El mejor dibujo se pondrá junto al globo. ¡Vamos!

Juanito pensó que esta vez se notaría mucho su magia, por lo que se esmeró en hacer una bonita paloma. La directora paseaba entre las mesas vigilando lo que dibujaban los niños, por lo que procuró ser limpio y cuidadoso. La paloma quedó perfecta, y para que no escapara, levantó la encimera del pupitre y guardó rápidamente el dibujo en la cajonera, con tan mala suerte que la directora vio su movimiento.

-Juanito, ¿Qué escondes en la cajonera?
- Nada, señora directora. He guardado el dibujo.
- No puedes guardarlo; debes entregármelo.- Y se acercó al pupitre- Abre la cajonera, quiero ver lo que escondes.

Como Juanito no se atreviera, la directora se acercó y la abrió ella. De allí salió revoloteando una blanca paloma ante el susto de todos los presentes, y entre gritos de socorro y sollozos, tras varias vueltas sobre sus cabezas, la paloma salió por la ventana y desapareció en la distancia.

Esta vez Juanito llegó a casa con las dos orejas escocidas y muy coloradas. La directora pensó que llevó la paloma para asustar a toda la clase y tras el tirón de orejas le colocó en el rincón de rodillas. Ahora solo pensaba en como vengarse de la directora, dibujaría un enjambre de abejas y metería el dibujo por debajo de la puerta de su despacho justo después de terminarlo, o culebras venenosas o incluso un perro rabioso….

Pero se observó la mano y vio cómo desaparecía, dejó de sentir las piernas y antes de que pudiera protestar desapareció por completo. Después de todo no era más que un dibujo, un personaje de ficción que fue creado con un don que no sabía utilizar haciendo el bien y harto de los resultados su creador decidió borrarlo.

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