Libros Tito Carlos

jueves, 14 de mayo de 2009

El Final

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Está tumbado boca arriba en la cama del hospital; por su abierta boca exhala aire de forma irregular y un sudor frío llena su cara de pequeñas gotas que Andrés le seca cuidadosamente con un paño y con mucho miedo a que se despierte, ya que la sedación es muy pequeña.

No para de mirar el suero ni el aparato que cada treinta segundos inyecta el sedante; quiere controlarlo por si a esas horas la única enfermera de la planta se retrasa en su ronda. Siente terror a que su padre se despierte. Cada vez que lo hace balbucea palabras ininteligibles, se pone muy nervioso porque le puede el dolor e intenta arrancarse las gafas nasales y la vía del brazo. Tiene que estar lo más sedado posible, pero se niegan a subir la dosis.

Andrés observa a su padre y trata de recordarle cuando estaba bien. Apenas cuatro horas antes en que entró al hospital por su propio pie, con un dolor en el pecho más fuerte que el habitual, según él mismo contaba, pero que no era nada importante. Y de ahí comenzó a pasar la película de su vida con él en dirección contraria al tiempo; como desandar lo andado. Recordó los buenos momentos, la ilusión del nacimiento de sus nietos, su boda, en la que él era el padrino…, y los malos momentos, aquellos que acabaron en fuertes discusiones por cosas que ahora las veía inútiles. Le quería.

A su padre le costaba aceptar la ayuda de los demás, lo que hacía que Andrés tenía que esforzarse por estar al tanto de su salud, con visitas esporádicas o cuando su madre conseguía llamarle por teléfono a escondidas y le informaba de su estado. Su madre, sesenta años con su padre, siempre ha estado a su lado; no recuerda ninguna ocasión en que se hayan separado. Esta era la primera vez.

Andrés recibió la llamada de su propio padre, lo que le asustó más de lo normal, y además no quiso que le acompañara su madre. La excusa era su avanzada edad y que temía que esta vez, y a esas horas, tardarían demasiado en atenderle como para tener a su madre por los pasillos o sentada en una silla. Ahora sabía que no era por eso.

Se despertó y trató de calmarlo. Le engañó con la hora haciéndole ver que llevaba muy poco tiempo en la cama y diciéndole que habló con su madre y que estaba tranquila; que pasaría la noche con su hermana, pero movía la cabeza con nerviosismo y no tuvo más remedio que llamar a la enfermera, quien le tranquilizó con la mentira de que el médico estaba a punto de llegar.

El médico ya había estado y le contó que no había nada que hacer. No había medicación para tantos males; lo que arreglaba el riñón fastidiaba el maltrecho hígado, si le medicaban para el hígado fallaría el corazón y los pulmones le funcionaban en un porcentaje muy pequeño. Sólo quedaba esperar. Andrés le dio a entender que era preferible acortar la agonía acelerando el final, pero el médico no quería ir a la cárcel, según sus palabras, y el férreo control de medicamentos impedía engañar a la administración. Así que como una dosis mayor de sedante pararían el corazón, se le inyectaban muy pequeñas dosis cada corto tiempo a través de un aparato cuya pequeña manipulación acabaría con todo en segundos. Pero eso era ilegal, y nadie iba a realizar la buena acción del día, si era mala a ojos de la administración.

De vez en cuando, en los cortos espacios de tranquilidad, Andrés lloraba en silencio. No creía que su padre pudiera verle, pero por si acaso se giraba y secaba las lágrimas rápidamente, y regresaba a su lado, viendo cómo poco a poco las facciones de la cara de su padre se relajaban. Pero, de repente, el anciano apretó la mano de su hijo y comenzó a respirar ruidosamente. Abrió los ojos, asustado, e intentó incorporarse luchando contra la presión de Andrés que lo impedía, pidiéndole tranquilidad, que no pasaba nada, y mezclando sus lágrimas, esta vez sí, con el frío sudor que empapaba su cuerpo. Fueron tan solo unos segundos que a Andrés se le hicieron infinitos, pero aguantó aún unos minutos más besando desconsoladamente la mano de su padre.

Al regresar, su madre ya había recibido la noticia y estaba arropada por el resto de la familia. Le recibió en el pasillo de la casa y miró a Andrés a los ojos haciéndole una pregunta y buscando la respuesta con ansiedad. “Tranquila mamá, - le dijo – no ha sufrido nada” y con una leve sonrisa regresó al salón con la familia.



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5 comentarios:

Paco dijo...

Hola Tito Carlos,

Una buena historia además de bien escrita.

Por cierto he visto tu foto en "Bubok"...

Un abrazo

TitoCarlos dijo...

Paco, Bienvenido a mis relatos. Todos ellos y mas cosas las puedes ver en mi otro blog.
Tan solo llevo un día en Bubok. Llevo tiempo pensando en si publicar o nó. Mientras tanto, me he dado de alta.

Un abrazo,

Maritoñi dijo...

Hay finales muy jodidos. Yo no sé cómo elegir el mío. Con canutos?

Besos con azúcar glasé

Peter Camenzid dijo...

"Danzando con la Muerte" es un libro interesante que si lo consigues, y tienes tiempo, vale la pena leer. Hay momentos en que el ser medico debe significar ayudar al paciente con el pasaje.

Bien descrito! Nos haces sentir los segundos infinitos del momento.

Arwen dijo...

Breve pero muy intenso!. Felicidades por la historia Tito, me ha gustado.

Saludos.
Arwen

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